Un viaje, por Nuno Cobre

1/06/2012 | Bitácora africana

¿PUEDO DECIR UNA COSA? Imagínate un aeropuerto. ¿Puedes pensar en un aeropuerto y sentir lo que es? Es un aeropuerto (estornudo ahora) un espacio caleidoscópico, una multiplicación mental, un trampolín neurológico. Y mientras, la escucho. Y mientras facturo, la veo. Veo a Gonvina moviéndose rítmicamente, al son de un deseo. Un deseo que viene del fondo de una jungla quizás, la que se ve tras los cristales, o que viene de un corazón, no sé. Porque hace tiempo que ya no entiendo nada. Una vez más.

El aeropuerto. Cuando yo era pequeño y llegaba el verano solía ir con frecuencia al aeropuerto. Allí me bajaba del Fiat Panda con mis padres y nos dirigíamos a la sala de llegadas para recibir a amigos que llegaban de todos lados de España dispuestos a disfrutar de las vacaciones. Siempre en la sala de llegadas. Luego se acababa el verano (el verano se acababa) venía Septiembre (venía Septiembre) y las nubes y volvía a subirme al Fiat Panda para acompañar a mis padres y despedir a los mismos amigos o a los mismos familiares que se lo habían pasado bomba en la playa y bajo el sol. Siempre en la sala de llegadas.Escúchame ahora de nuevo: yo, nosotros, no cogíamos tantos aviones.

Los aviones eran para otros, y la mayoría de las visitas al aeropuerto eran para recibir o despedir a alguien que no era yo. Que no era yo. De modo que cuando volvíamos a casa, me inundaba una cierta desazón mezclada con dos cucharadas de azúcar y una frustración que metía tres dedos en tu estómago. Dentro del Fiat Panda, mirando a través de los cristales el mismo paisaje montañoso, mi cabeza (siempre ella) abría un telón para presentarme lugares mágicos, misteriosos y desconocidos a los que se dirigían otros. Otros. Pensaba a la noche junto al póster de Cocoon que colgaba en mi habitación y deseaba con todas mis ganas poder sumergirme dentro de ese póster y tener una vida para poder contarla. Sabes tío, todo eso me pasaba. Todas esas cosas quería hacer.

Desde Cocoon al aeropuerto. El inalcanzable aeropuerto era el lugar de partida, el origen de un código que había que descifrar. No me importaba esperar en el aeropuerto. Me encantaba tomar algo en el aeropuerto. Quería estar en el aeropuerto. Quería estar todo el día en el aeropuerto. Por eso supongo (porque vuelvo a no entender nada) que empecé a decirme a mi mismo, que algún día sería yo el que me dirigiese con asiduidad al aeropuerto y cogería ese avión. Me entiendes, esta vez sería yo el que me marchase a recorrer el mundo y visitar todos los lugares y espacios recónditos que mi mente imaginase. Algún día sería yo el que se marchase y cogería el avión y nadie me lo impediría.

En un aeropuerto de África de cuyo nombre quiero acordarme, Gonvina una mujer africana y encargada de protocolo está diciendo algo con ritmo y con swing, I tell you, man, that girl is on fire. Gonvina, mujer africana que va todos los días al aeropuerto a recibir o a despedir a diplomáticos o personal de las organizaciones internacionales, habla rítmicamente, moviéndose bajo unos ojos entre iluminados y cercenados, posiblemente algo llorosos, un brillo que no acaba de brillar. Y repite, “algún día seré yo la que suba a ese avión y me vaya a Europa, Francia, Finlandia, Bali o donde sea. Veré las pirámides, las Torre Eiffel, New York”.

A mi me acaban de poner el billete en la mano, y mi hombro derecho que ha observado a Gonvina un tanto, ¿un tanto qué? ¿apenado? ¿fríamente? ¿falsamente? provoca a mi cerebro y luego a mi boca a decir el, “puedes venirte a España cuando quieras, ya lo sabes”, le digo sin mucho convencimiento, rezumando tópicos y frases hechas, promesas un tanto gaseosas y borrosas. Porque no sé yo si. Ella vendría. Pero en el fondo, ya lo sabes, lo creo. Porque hace tiempo que entiendo pocas cosas. Y por eso lo creo.

Los deseos venían de antes, de mucho antes. En Navidades (verano aquí) ya había sentido (sentir) como Gonvina miraba dilatadamente el gesto que consistía en ponerme una chaqueta de cuero negro y una bufanda, como una vestimenta e indumentaria de otro mundo que ella no podía ver, que aún no podía ver, el Fiat Panda, pero que se le insinuaba a diario, que le provocaba todos los días como un caramelo amargo que aparecía y volvía a desaparecer delante de sus ojos. Ya sabes lo que pasaba todos los días. Gonvina se bajaba del Nissan Pathfinder con nosotros, Gonvina arrastraba alguna maleta como nosotros, Gonvina facturaba con nosotros, Gonvina entregaba al personal de la compañía aérea nuestros pasaportes por nosotros, Gonvina contestaba a las preguntas burocráticas por nosotros, Gonvina bromeaba por nosotros y Gonvina volvía a sonreír por nosotros.

A continuación nos ayudaba a rellenar los cuestionarios de inmigración y luego seguía caminando rápido, rápido y luego despacio, cada vez más lentamente, hasta que en un momento dado se paraba. Aquí se paraba el mundo. El sueño que duda. Gonvina no podía seguir avanzando. Un policía con placa. Era el momento de la cinta transportadora, de las maletas que circulaban lentamente y con ellas nosotros que escoltábamos los bártulos, quitándonos el reloj, el portátil, el cinturón. Entonces miraba para atrás y veía a Gonvina que saludaba tímidamente con la mano, sonriendo entre límites. Sabes, era una sonrisa buena, amable pero inevitablemente comparativa, porque todos nos comparamos a diario y Gonvina sabía que en el avión nos iríamos todos menos ella que volvería a casa en el Nissan Pathfinder, el Fiat Panda. Y así, todos los días.

Lo sorprendente era que el rostro de Gonvina no transmitiese ni una chispa de frustración, ni una gota de envidia, ni una mota de rabia, sino todo lo contrario. Gonvina, la encargada de protocolo nos despedía con el rostro con el que una madre despide a sus hijos. Y eso era sencillamente grande, inalcanzable para tantos. Y luego nosotros despegábamos, nosotros volábamos. Y a mi derecha, en pleno vuelo, no veía a Gonvina, pero la imaginaba sentada en los sillones de cuero de la compañía, apretando con curiosidad y un cierto asombro todos los botones del asiento delantero en busca de una película, una canción o lo que le apareciese por ahí. Y luego aterrizaríamos en Europa y Gonvina bajaría a tierra, como bajamos todos nosotros. Y luego vería el sol, como lo vemos todos nosotros.

Original en : Blogs de El País- África no es un país

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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