Somalia vuelve a retroceder con la «ayuda» de Occidente

5/02/2007 | Opinión

EE.UU. y Etiopía desmantelan la esperanza despertada por los Tribunales Islámicos con el argumento de que amparaban a Al Qaida.

JOWHAR (SOMALIA). Fue un breve espejismo. Seis meses de orden y justicia islámicos, después de 16 años de desgobierno y guerra de clanes contra clanes, sub-clanes y sub-sub clanes. Financiados por la Agencia Central de Inteligencia, los «señores de la guerra» que habían hecho de la muerte, la extorsión en puertos y aeropuertos y el tráfico de drogas un negocio floreciente, fueron derrotados por un insólito movimiento de Tribunales Islámicos que, primero en Mogadiscio, poco después en todo el sur y centro de Somalia, pusieron en fuga a los «señores de la guerra» en un movimiento que pretendía poner fin al tribalismo de los intrincados clanes que tejen y destejen el laberinto somalí. Por poco tiempo.

Con el argumento de que los islamistas amparaban el terrorismo de AlQaida, Estados Unidos y su mayor aliado en la zona, Etiopía, lanzaron a finales de diciembre una ofensiva que acabó con el efímero reino de la Unión de Cortes Islámicas (UCI). Aunque han instalado en Mogadiscio el mal llamado Gobierno Federal de Transición (GFT), formado por los más destacados miembros de la cofradía de los «señores de la guerra», sin el controvertido paraguas de miles de soldados etíopes que han invadido a su vecino, es difícil que sobreviva. Somalia parece volver a la casilla de salida, con la población civil sometida al arbitrio de sus verdugos amparados por la comunidad internacional. Después de más de una década de atizarse, los «señores de la guerra» forjaron con el pegamento de la CIA, en febrero de 2006, la variopinta e imaginativa Alianza para la Restauración de la Paz y el Terrorismo (la Alianza).

Como dice un vecino ilustrado de Jowhar (noventa kilómetros al norte de Mogadiscio, en la región central y mejor regada del país), que prefiere guardar su nombre: «Cuando los Tribunales Islámicos empezaron su actividad, estaban en precario, sin apoyo comunitario, pero cuando los somalíes se dieron cuenta de que los “señores de la guerra” pretendían seguir vendiendo a la gente como si fueran animales, la comunidad se preñó furiosamente contra los “señores de la guerra”. El parto fue un bebé llamado Unión de Cortes Islámicas. El resultado final fue la erradicación de los “señores de la guerra” tanto de la capital como del sur y el centro del país, excepto Baidoa [donde tenía su sede el Gobierno de Transición] y la región de Ghedo».

Durante su tiempo de vida los tribunales lograron reabrir el puerto y el aeropuerto internacionales de Mogadiscio, cerrar el resto de puertos y aeropuertos excepto los regionales como el de Jowhar, limpiar las calles de la capital, instalar nuevas autoridades en las regiones bajo su mando y reconocer la existencia del GFT. Ganaron apoyo inicialmente del clan hawiye, que controla parte de Mogadiscio, pero estaban infra-representados en el gobierno de transición, y sobre todo, de hombres de negocios y pequeños financieros «hartos», como buena parte de la población, de la degradación de un país sin Estado y por lo tanto sin policía, servicio sanitario o educativo, que ha descendido al furgón de cola del desarrollo humano. Pero como reconoce la presidenta del Grupo de Mujeres de Jowhar, Haliimo Mohamed Haji, «el problema surgió cuando después de implantar la seguridad empezaron a recortar la libertad». La UCI se dividió entre dos sectores: uno encabezado por Sheikh Sharif Ahmed, antiguo profesor de geografía, dispuesto a entablar conversaciones pacíficas con el GFT, los etíopes y los americanos, y otro dirigido por Sheikh Hassan Dahir Aweys, cabecilla del sector más militante y radical, que figuraba en la lista negra de los Estados Unidos, por haber tomado parte en la «yihad» y estar implicado en la muerte de ciudadanos occidentales. Este sector, en el que había figuras poco recomendables del mundo fundamentalista, llamado Al-Shabab, consideraban «gaalo » (infiel) a quienes trabajaban para organizaciones humanitarias (como Médicos sin Fronteras) dirigidas por «cristianos».

Entre sus elementos menos recomendables destacan Aden Hashi «Ayro», que combatió en Afganistán, y Hassan Abdullah Hamid Turki (de Ogadén), que, como el propio Aweys, ejerció de comandante en el movimiento islamista Al Itihaad al Islamiya. Ellos fueron los que cometieron graves errores estratégicos y se enajenaron el apoyo de buena parte de la población, que al principio les recibió con entusiasmo, al prohibir el fútbol, la venta y consumo de «qat» (hierba anfetamínica), presionar a organizaciones de mujeres como la de Jowhar (con la amenaza de impedirles trabajar fuera de casa) y la prohibición del cine o de difundir música en las emisoras de radio, medidas que recordaban al extremismo de los talibanes afganos. Su abierto desafío contra Etiopía y el GFT, además de contra Estados Unidos, fue el principio del fin de los tribunales. Hasta que empezó el recorte de derechos, habían llegado a disfrutar de casi un 75 por ciento de apoyo popular. Que después de más de 15 años, los vecinos de Mogadiscio pudieran pasearse por toda la ciudad y atravesar sin miedo la ignominiosa «línea verde» que la dividía en dos mitades fue considerado por algunos como «un momento dorado».

Formado en Kenia en 2004, fruto de 14 iniciativas de paz, el Gobierno Federal de Transición apenas ha controlado más metros cuadrados en Somalia que la ciudad de Baidoa (al sur y lo bastante cerca de Etiopía para disfrutar de su ejército protector). Integrado en su inmensa mayoría por «señores de la guerra» y analfabetos (ambos conceptos no son antónimos), fueron en gran medida seleccionados, en función del número de milicianos y «technicals» (todo terrenos con ametralladora pesada soldada en la parte trasera) a su servicio, que tan penoso papel han desempeñado a la hora del «descenso colectivo a los infiernos del pueblo somalí», como escribe el novelista Nuruddin Farah en «Secretos».

El historial de muchos miembros del GFT no ofrece muchas esperanzas para somalíes que han pasado los últimos 16 años tratando de ganarse la vida honestamente sin el mínimo amparo institucional, al tiempo que ponen en duda que se hayan creado campos de entrenamiento para terroristas o que el bando islamista haya amparado a miembros de Al Qaida. Además de partir a cumplir con la peregrinación a la Meca que emprendieron sus principales mandos, un garrafal error de cálculo de Aweys fue propagar un objetivo herético para la Unión Africana: la reunificación de todos los territorios donde viven somalíes, lo que implicaría sobre todo la recuperación del Ogadén, cedida graciosamente a Etiopía, en la conferencia que las potencias coloniales celebraron en Berlín a fines del siglo XIX, para repartirse África, con regla y cartabón. El moderado Sharif, considerado «recuperable» para los intereses occidentales, parece haber caído en manos del Ejército keniano (otros dicen que se entregó bajo condiciones), y ahora los estadounidenses quieren que tome parte en el nuevo gobierno y fomente la reconciliación. El desorden («anarquía» es la palabra que más repiten los analistas, equiparando automáticamente ausencia de gobierno a «caos») serviría a su juicio —que coincide con el de la CIA— de excelente caldo de cultivo para movimientos terroristas.

Pero lo cierto es que Somalilandia (al noroeste) es una zona estable y próspera desde que en 1992 proclamara una independencia no reconocida por nadie, al igual que Puntland, región autónoma, y amplios sectores del centro y sur del país, sobre todo la llamada Mesopotamia islámica, entre los ríos Juba y Shebeli, que médicos como Mohamed Asan, alias «Dottore», recuerda como «un paraíso», mientras contempla con melancolía los restos de la fábrica de azúcar fundada a comienzos del siglo XX, por el Duque de los Abruzzos, no han sufrido tantos desórdenes y saqueos como Mogadiscio, capital de todas las codicias y desmanes. No pocos «señores de la guerra» agrupados en la Alianza contra el Terrorismo, forman parte del Parlamento que se reunía en Baidoa, y cuenta con el apoyo de EE. UU. Entre los currículos criminales brilla con luz propia el del actual presidente del Gobierno Federal de Transición, Abdullahi Yusuf, un hombre débil al frente del ejecutivo, enfrentado a muchos de sus «ministros», que llegó a ver con buenos ojos, cómo los islamistas ponían en fuga a los «señores de la guerra» que a fin de cuentas eran sus rivales.

En Yusuf y en ellos confían sin embargo las Naciones Unidas y Washington para devolver la paz al país, con la ayuda del invasor etíope. Pero como recalca el especialista Alejandro Pozo, es imposible eludir la «desconfianza de la población» hacia unos «señores de la guerra» que llevan dedicados al saqueo y la extorsión más de tres lustros.
Una desconfianza, añade Pozo, «sólo superada por la que sienten hacia Estados Unidos y Etiopía». Addis Abeba lleva años alimentando a las milicias de los clanes, interesada en mantener la inestabilidad de un vecino que sueña con recobrar algún día el tórrido desierto de Ogadén. Que Etiopía apoyara al GFT y su aliado, Estados Unidos, a los «señores de la guerra» que formaban la Alianza, no podía sino acabar confluyendo, naturalmente, en una eficaz tenaza política y militar. Los tribunales no aparecieron de la noche a la mañana para adueñarse del poder en junio de 2006, sino que empezaron a operar antes en barrios de algunas ciudades, a comienzos de los años noventa, ofreciendo seguridad y justicia. Los tribunales, como confirman algunos habitantes de Jowhar, fueron los primeros sorprendidos de su capacidad para suscitar un aura de invencibilidad.

Miembros de las milicias clánicas optaron por integrarse en las milicias de los tribunales: además de pagarles mejores salarios, descubrieron que la población no sólo no les temía, sino que les respetaba. Un testigo europeo se pregunta hasta qué punto la intervención etíope y estadounidense no contribuyó a radicalizar a los tribunales. En Jowhar recuerdan que en junio del año pasado «hubo cuatro tiros, y los “señores de la guerra” pusieron pies en polvorosa». En el antiguo granero somalí, no hicieron limpieza política y pusieron en puestos de responsabilidad a antiguos y experimentados miembros del gobierno de Siad Barre, cuyo derrocamiento en 1991 prendió el conflicto civil. En general, no eran nada partidarios de los clanes, sino que hacían hincapié en la condición general de somalíes y musulmanes.

La Unión Europea aceptó participar en la farsa del penúltimo proceso político («esto es lo que hay»), con la elección de un equipo de gobierno que procede del campo de los «señores de la guerra»: como en la operación de la ONU en 1992, se dejó de lado a la sociedad civil para potenciar a quienes más cruelmente han abusado de la población. La atención del mundo vuelve por unas horas a Somalia gracias al hecho, señala Pozo, del nuevo episodio de la guerra contra el terror declarada por la Casa Blanca. Una iniciativa a la que, pese a reticencias estratégicas e ideológicas, acabó también por doblegarse la Unión Europea (aunque los bombardeos contra los islamistas, junto a la frontera con Kenia en la que al parecer resultaron muertos varias decenas de nómadas inocentes, fueron criticados por algunos miembros de la Unión). La puntilla se la dio John Bolton, embajador de Estados Unidos ante la ONU, antes de ser relevado por el cambio de color en el Congreso americano. A finales de noviembre propuso levantar el embargo de armas a Somalia, justo antes de que Grupo de Seguimiento de la ONU para Somalia presentara un documentado informe en el que probaba que, desde que en 1992 se decretara un embargo de armas contra el país del Cuerno de África, las violaciones han sido rampantes por parte de países como Etiopía, Eritrea, Líbano, Irán, Uganda y otros.

Alfonso Armada

Artículo cedido por el autor, Alfonso Armada, periodista de ABC y enviado especial a Jowhar. Publicado en el ABC el 28 de enero de 2007.

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