Pozos africanos con nombre , por José Carlos Rodríguez Soto

20/10/2009 | Bitácora africana

Desde hace pocos meses me he visto involucrado en una grata iniciativa de la que he ido descubriendo paulatinamente detalles que la han añadido profundidad y emoción. Todo empezó el pasado mes de julio cuando, casi en vísperas de viajar a Uganda, una llamada telefónica de mi hermana me informó de que una amiga suya estaba dispuesta a financiar la excavación de un pozo de agua en África. Con mucho gusto me puse en contacto con la persona en cuestión, a quien recordaba haber visto una vez, y como me pareció que la cosa iba muy en serio, le prometí que en cuanto llegáramos a Uganda mi mujer y yo daríamos los pasos adecuados para informarnos sobre algún lugar donde la gente careciera de agua potable y qué empresa podía ocuparse del trabajo de excavación.

Por lo que conozco de África, por desgracia no es difícil dar con un lugar donde sus habitantes, y más concretamente las mujeres de esta o aquella aldea, no tengan más remedio que sacar el agua de algún riachuelo bastante sucio. Para la mayor parte de la gente, las alternativas de consumir algo tan básico para la existencia como es el agua se suelen reducir a dos: o beber el líquido extraído de un lugar no seguro que suele ser fuente de innumerables enfermedades, o tener que caminar largas distancias todos los días para ir a un pozo de agua potable. Durante mis 20 años en Uganda trabajé siempre en parroquias donde la mayor parte de la gente no tenían más remedio que emplear dos, tres y más horas cada día para conseguir un bidón de 20 litros de agua que había que repartir entre los siete u ocho miembros de la familia para beber, cocinar, bañarse y lavar la ropa. Para los que vivimos en lugares donde cada mañana vamos directamente de la cama a la ducha y basta con girar un grifo para que salga toda el agua que queramos, caliente o fría, es difícil imaginar lo que supone depender de una exigua cantidad de agua, muy a menudo no potable, acarreada durante varios kilómetros en la cabeza bajo un sol muchas veces abrasador.

Con ayuda de un sacerdote ugandés que trabaja en una zona rural muy pobre y remota en el norte del país, se propuso a la gente del lugar organizarse y formar un comité para ocuparse del mantenimiento del pozo una vez que éste estuviera terminado. El siguiente paso tampoco fue difícil. Tras preguntar a algunos misioneros, conseguí el número de teléfono de una compañía italiana que lleva muchos años excavando pozos con gran competencia y a precios razonables. Poco antes de volvernos a Madrid, me encontré con su director, el cual me dijo que precisamente tenían previsto excavar varios pozos de agua en zonas no muy lejanas de donde queríamos que se hiciera el nuestro. Acordamos también un precio que me pareció justo. A los pocos días, ya de vuelta en España, el cura nos llamó para decirnos que las máquinas ya estaban haciendo el trabajo y esperaban terminar en pocos días.
El pozo en cuestión lleva ya un mes funcionando y nuestra amiga lo ha pagado, como nos prometió. No quiso ni recibos ni nada parecido. Sólo nos pidió, pocos días antes, y sin extenderse demasiado, que nos ocupáramos de un pequeño detalle. «¿Se puede poner nombre al pozo?», nos preguntó, a lo que le respondimos que sí. «Pues entonces, quisiera que el pozo se llamara Ignacio». Como lo prometido es deuda, actualmente estoy contactando al responsable del taller de una escuela profesional de los combonianos para que hagan una pequeña placa en la que graben el nombre «Ignacio» y pueda ser colocada en la base del pozo, a la vista de todos (más bien de todas) los que acudan a sacar agua a diario.

He sabido después que Ignacio es el nombre de su marido, que falleció inesperadamente hace diez meses. Su matrimonio sólo duró nueve años y nuestra bienhechora ha querido rendir homenaje al hombre al que amó durante su vida haciendo un bien a personas a las que no conoce. Cuando por fin me enteré de toda la historia, recordé cómo hace tres años, cuando aún me encontraba trabajando en una zona rural de Uganda habitada por desplazados de guerra, un sacerdote italiano me envió doce mil euros para excavar dos pozos de agua que pudieran saciar la sed de varios miles de desplazados. Había recibido ese dinero de dos familias de Rímini. Una de ellas quería que el pozo se llamara «Federico», y así lo hicimos poniendo una placa en su base. Federico era el nombre de un niño de tres años que había muerto en un desafortunado accidente hacía pocos meses. Sus padres decidieron recoger ese dinero durante su funeral, como signo de que su fe en la resurrección les alentaba para que el nombre de su hijo diera vida y esperanza a personas que vivían mucho peor que ellos.

Espero terminar pronto con el asunto de la placa para que los que se acerquen a llenar un bidón de agua en el nuevo pozo lean el nombre de Ignacio y tal vez digan una oración por él. Creo que mi amiga vivirá el duelo por su marido de otra manera ahora que sabe que en un rincón perdido entre montañas en Uganda sus habitantes viven un poco más dignamente gracias a una fuente de agua que lleva inscrito un nombre y de cuyo fondo mana una generosidad que hace milagros.

Autor

  • Rodríguez Soto, José Carlos

    (Madrid, 1960). Ex-Sacerdote Misionero Comboniano. Es licenciado en Teología (Kampala, Uganda) y en Periodismo (Universidad Complutense).

    Ha trabajado en Uganda de 1984 a 1987 y desde 1991, todos estos 17 años, los ha pasado en Acholiland (norte de Uganda), siempre en tiempo de guerra. Ha participado activamente en conversaciones de mediación con las guerrillas del norte de Uganda y en comisiones de Justicia y Paz. Actualmente trabaja para caritas

    Entre sus cargos periodísticos columnista de la publicación semanal Ugandan Observer , director de la revista Leadership, trabajó en la ONGD Red Deporte y Cooperación

    Actualmente escribe en el blog "En clave de África" y trabaja para Nciones Unidas en la República Centroafricana

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