Otra mañana cualquiera fuera de lo común, por Carlos Ordóñez Ferrer

22/01/2010 | Bitácora africana

Bom dia, aquí Radio Mozambique com nosso povo”. Abro los ojos. “Mmmm! ¿qué tal has dormido?” Ducha. Estamos de suerte. Hay luz, así que hay agua. Desayuno. “Termina que me meo. No quedan galletas. ¿Quieres piña? Uf! ¡Qué calor!” Fuera de la casa más saludos. “Bom dia”. El coche arde. Giro la llave. Arranca.

Los siete kilómetros que hay de nuestra casa (pequeña, modesta, sin lujos pero limpia y junto al mar) a la oficina de Edna y al despacho que tengo prestado son un espectáculo. Al principio el camino es arenoso. Una pista. Ahí, a la sombra de gigantescas acacias una veintena de personas se cobijan de esa luz ya potente de las siete de la mañana. En el suelo, sobre unos breves cartoncitos se ofrecen una ordenada montaña de mangos. Entramos en el asfalto. Multitudes caminan por los bordes. A un lado el Océano Índico. Sobre un búnquer un grupo de niños juega. Al otro, baobabs milenarios observan un partido de fútbol. De vez en cuando alguien pide “bolea”: “¿Me lleva para la ciudad?” Donde entran dos entran más. Allá vamos. Hay que ir despacio. Los niños, la cabras y las gallinas cruzan sin mirar. El color es intenso. Las capulanas (telas típicas de la zona que usan las mujeres como prendas de vestir) parecen inventar colores nuevos. Se ven personas en sillas de ruedas empujadas por otras que no tuvieron la mala suerte de pisar una mina escondida. Me cruzo con un Pick Up tan lleno de gente que casi no deja ver el vehículo. Pasamos junto al Pemba Beach, un complejo hotelero hermoso de estilo árabe e insultantemente elegante en esta geografía. Al frente, las chabolas de caña y adobe. Más gente caminando. Mujeres, ancianos, jóvenes, militares, policías en bici. Atravesamos otro “bairro” (barrio de chozas). La gente camina con dignidad, las crianzas juegan con ruedas. Los niños siempre ruedan. Las mujeres, artistas del equilibrio portan bultos sobre sus cabezas que las hacen crecer más de dos metros. Una mujer musulmana lleva todo el rostro completamente cubierto. Se cruza con otra de escote vertiginoso. Dejamos de ver la costa y nos introducimos en la ciudad. Se mantiene el homenaje a los colores. Esto es una explosión de arco iris. Los lunes, un ejército de mujeres limpia las calles de Pemba. Muchos vecinos están sentados a la sombra. Hablan o escuchan. O simplemente están. El elevado desempleo acumula mucha gente a la sombra. Al manejar no es posible distraerse. Una rama sobre un borde de la carretera avisa de un considerable agujero que ayer no estaba. Un despiste de medio segundo puede ser una catástrofe. Llegamos al principal cruce de la ciudad. Ahí, en el suelo se adivinan unas rallas pintadas que algún día fue un paso de cebra. Ningún conductor lo respeta. Yo lo hago y los propios peatones me miran extrañados, dudan y cruzan corriendo. Un poco más allá dos niños se pelean. Se dan duro. Detengo el coche y les grito. Me miran sorprendidos. Se lanzan un último insulto y se va cada uno por su lado. O tan solo esperan a que me vaya para volver a zurrarse. Llegamos al trabajo de Edna. Nos despedimos.

Yo voy a la oficina que tengo prestada. Ahí me encuentro con Tomás. Está sonriente. Hablamos. “¿Cómo estás hoy? Bien gracias y usted. Bien ¿Y la señora esposa? Trabajando ¿y la tuya? Bien”. Y me cuenta que él es un hindú cristiano y que su mujer es musulmana “¿Y los hijos? Aún no son nada. Pero la familia de mi esposa quiere que me haga musulmán. ¿Y tú no quieres? Es que me gusta mucho el chorizo –agudiza su sonrisa pícara- y además soy fan de Deep Purple, y el rock no va bien con la religión musulmana”. Nos reímos. Llega Diaz. Está convencido de que la magia le protege. A mi no se me ocurre dudarlo. “¿Y entonces señor Carlos? ¿Vamos a ver cómo arreglamos lo de su permiso de conducir?”

Diaz me lleva de la mano entre laberínticos pasillos burocráticos. Regresamos al Palacio de las Carcajadas, la Dirección de Tránsito. Cartâo de conduçâo. Estoy frente al funcionario. “¿Cómo va? Todo bien ¿y usted? Buen gracias a Dios. Esta haciendo calor. Sí, las lluvias no terminan de llegar, bla, bla, bla…Bien, -digo apoyando las dos manos en el mostrador tras los saludos obligatorios- ¿qué tengo que hacer para conducir sin que me pongan más multas?” El calor. Siempre el calor. El funcionario tiene multitud de microscópicas gotitas pegadas en el rostro. Parece que llevaran meses ahí.

– Bueno tiene que tener un permiso mozambicano

– Perfecto. ¿Y qué tengo que hacer para eso?

– Tiene que traer seis fotos, fotocopia del pasaporte o del DIRE (Documento de Identificaçâo e Residência para Estrangeiros), fotocopia de su carnet de conducir español y la traducción hecha por el Instituto Oficial de Lenguas al portugués, un certificado médico y un certificado del Registro Criminal

Resoplo pero Diaz le da las gracias y nos vamos.

-Diaz, ¿dónde es eso del registro criminal?

-No se preocupe. Vamos a por ello

El Palacio de Justicia tiene a su izquierda una habitación con un mostrador. La oficina es amplia. Destaca una fotografía de Armando Guebuza, el presidente de la República. Una decena de funcionarios trabaja a la velocidad que el calor lo permite. Despacio. Cada mesa tiene un enorme letrero en mármol con letras esculpidas en bajo relieve: “Registro Criminal”, “Registro de Tenencia de Tierras”, “Notariado”, etc. El mostrador deja un espacio de unos doce metros cuadrados para el público. Ahí nadie jamás hace cola y siempre está a rebosar de gente. Los cuento. Cuarenta y dos personas se apretujan unas contra otras sujetando con sus manos en alto recibos, impresos, formularios. En ese universo nos tenemos que introducir. Diaz se sumerge y yo le sigo. La temperatura literalmente aumenta. De los diez funcionarios que hay sólo dos atienden al personal. El resto… Una lee el periódico, otra escribe algo, tres hablan y se ríen y dos están eligiendo un salvapantallas para el ordenador que a todas luces acaban de instalar. El notario firma y pone sellos. Hay un truco para ser atendido. Uno sencillo. Se trata de conseguir atraer la mirada de alguien de los que está al otro lado del mostrador. Para ello hay que estar ágil. Y cuando de pronto las miradas se cruzan hay que mantenerla con seguridad y levantar las cejas. El funcionario se queda ahí atrapado y en ese momento se grita “Certificado para Registro Criminal”. ¡Eureka! El funcionario se acerca arrastrando los pies. Pero… Los impresos se han terminado. “Vuelva mañana”

Apenas son las diez y media de la mañana. Tengo que ir a trabajar. Dejaré para más adelante el resto de papeleos.

El proceso para sacar el carnet de conducir mozambicano se alarga. Una vez conseguida la solicitud del registro criminal que tardará un mes en llegar me entero por otra vía que al llevar menos de cinco años en el país, el registro ha de ser español, es decir, el original del certificado de penales que quedó en migración, ya que también ahí me lo exigían debidamente traducido en el Instituto de Lenguas. Habrá más fotocopias autenticadas, certificados que faltan, traducciones oficiales, exámenes médicos, fotografías, nuevas autenticaciones, etc, etc, etc. Pero no quiero aburriros. Si todo el tonelaje burocrático termina bien, a finales de enero tendré que hacer dos exámenes de conducir, uno teórico y otro práctico para que al fin pueda cambiar mi carnet español por otro de aquí y evitar al menos así esas multas. ¿Saldrá bien? Ya lo veremos.

Autor

  • Ordoñez Ferrer, Carlos

    Carlos Ordoñez Ferrer como él dice "Antes fui realizador de televisión. Ahora soy activista, viajero y escribidor. Es mejor para la salud" .

    Colaborador de MUGA El Centro de Estudios y Documentación sobre Inmigración, Racismo y Xenofobia, MUGAK, impulsado desde SOS Arrazakeria, Organización que viene desarrollando su labor desde 1995.

    Carlos Ordoñez Ferrer ha pasado nueve meses en Mozambique tiempo en el que ha escrito su blog Mozambiqueando que a partir de ahora podremos encontrar en nuestra página web

    De vuelta a España realizó el Master "Información Internacional y países del Sur" de la Universidad Complutense de Madrid

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