No provoques la envidia de tu vecino, traducido por María Puncel

24/05/2010 | Cuentos y relatos africanos

Sucedió que Kalulu, la liebre, y Nge, el leopardo, tenían sus campos uno al lado del otro.

Después de haber limpiado bien los terrenos de árboles, matorrales y hierbajos, empezaron a pensar qué plantarían o sembrarían en ellos.

Ya conocemos a la liebre. Tiene imaginación.

-Plantemos árboles -le dijo al leopardo.

-¿Y para plantar ahora árboles hemos derribado los que ya había antes aquí?

-Sí, si sembramos un muhafu -replicó la liebre.

Los muhafu son árboles silvestres, que dan unas olivas llenas de un buen aceite.

-Es verdad -reconoció el leopardo, y cada uno sembró un muhafu en su campo.

Cuando hubo terminado, la liebre le dijo a su árbol.
-Muhafu mío, mañana quiero verte ya brotado y saliendo de la tierra.

El leopardo le dijo también a su muhafu:

-Mañana quiero verte saliendo de la tierra.

A la mañana siguiente, la liebre le dijo al leopardo:

-Vayamos a ver si nuestros árboles han brotado ya.

-Sí, vamos -respondió el leopaardo.

Y fueron y hallaron que los árboles asomaban ya sobre la tierra.

La liebre dijo a su árbol:

-Muhafo mío, mañana quiero ver que ya tienes ramas.

El leopardo le dijo al suyo que también él quería encontrar a la mañana siguiente que había echado ramas.

El leopardo arrancó con cuidado las malas hierbas que habían crecido alrededor de su muhafu y aireó la tierra con ligeros toques de azadón; cundo hubo terminado, dijo a la liebre:

-¿Nos vamos? ¿Volvemos al poblado?

La liebre siempre estaba dispuesta para volver. La verdad es que no cuidada para nada su campo. Se dormía al pie del árbol hasta que el leopardo le daba la señal de partir.

Sin embargo, fue ella la que a la mañana siguiente dijo al leopardo:

-Querido leopardo, vayamos a ver nuestros muhafus.

El leopardo, poco imaginativo, asentía siempre y cuando estuvieron en los campos, la liebre habló a su árbol. Así que, en cuanto le vió cubierto de ramas le dijo:

-Muhafu mío, quiero verte lleno de frutos.

El leopardo que había trabajado tanto para cuidar su árbol, le vio un día cargado de frutos que rebrillaban al sol, con la piel tirante envolviendo apretadamente la carne alrededor del hueso central. En cambio, el árbol de la liebre se marchitaba, sus ramas adelgazaban y se secaron cuando llegó el verano; y con las primeras chispas que les llegaron al iniciarse el incendio de las hierbas en un campo cercano, ardieron.

Una mañana, cuando la liebre comprobó que su árbol era sólo una ruina, no hizo ningún comentario, cortó lo que quedaba del tronco, hizo un montón de astillas y las llevó a la casa para alimentar el fuego de la cocina.

Cuando los primeros frutos del muhafu del leopardo maduraron, éste los recogió fue a enseñárselos a la liebre:

-Liebre -dijo burlonamente-, mira mis muhafu, ¿a que están ya a punto de darme una buena cosecha de buen aceite? Tú has dejado secar tu árbol, lo has cortado y convertido en leña para quemar… Eso es lo que has obtenido por tu pereza y tu estupidez.

Lo que el leopardo decía era seguramente verdad, pero ¿a qué decirlo en aquel tono de burla y desprecio que aumentaba la amargura y la frustración de la liebre? Al final, lo único que consiguió fue que Kalulu envidiase el árbol de su vecino y le maldijo por crecer tan frondoso y estar cargado de frutos.

Y después, una noche muy oscura, negra como el profundo interior de la madriguera de una liebre, ella trepó al árbol y recogió unos cuantos frutos.

Un estornino, que revoloteaba por allí, oyó que sacudían las ramas y que los frutos caían al suelo.

Al día siguiente, cuando vio al leopardo, le dijo:

– La noche pasada, vine a darme una vuelta sobre tu campo. No reconocí al ladrón, pero si alguien me dijese que era la liebre, yo no le diría que no.

-¿Qué podría yo hacer para atrapar al ladrón?

-Vuelve al poblado, y sin que nadie te vea, haz un cocimiento de zanahorías, mézclale unas buenas pellas de resina de tu muhafu y pon la mezcla en la horquilla del árbol por la que tiene que pasar el ladrón para alcanzar las ramas cubiertas de frutos. Luego, esperaremos a ver qué pasa.

El leopardo estaba tan furioso por la conducta de la liebre que pasó toda la jornada trabajando en la preparación del pegamento. Al anochecer colocó diestramente una buena cantidad en la horquilla de su árbol.

-Mañana -le dijo a su muhafu-, tengo que atrapar al ladrón en esta trampa.

Poco después, llegó la liebre al campo y, como ya había hecho antes, se colgó su cesto a la pata y trepó al árbol.

Mientras trepaba canturreaba una cancioncilla que le daba risa:

«Esta noche, muhafu de ese bruto, llenaré mi cesto con tu fruto»

Como iba deprisa y pesaba poco, ya que el cesto iba vacío, tuvo la suerte de no posar la pata en la horquilla del árbol y pudo así llenar su cesto de frutos maduros. Enseguida, le llegó el momento de descender.

La Luna, que ya había sobrepasado las copas de las palmeras, inundó con su luz blanquecina los campos y las tierras vírgenes.

En el momento en que la liebre iba a llegar a la horquilla para luego dejarse deslizar hasta el suelo, vio relucir, de repente, algo relucía a la claridd de la Luna.

En aquella semioscuridad, sufrió un pequeño sobresalto; pero como el «espectro» no se movía, la liebre cobró ánimo y se atre-vió a preguntar:

-¿Quién eres? ¿Por qué te has subido en la oscuridad de la noche a un árbol que no es tuyo? ¿Es que quieres robar sus frutos?

El espectro no respondió.

-Vamos, dí algo, ¿qué respondes?

El bulto brillante ni se movía.
-Venga, déjame pasar, por favor. No me obligues a tirarte al suelo.

Sólo el silencio nocturno respondía a sus palabras y la libre sentía que empezaba a invadirla el terror.

Por fin, no pudo resistir más y, como el que se juega el todo por el todo, dió una patada tan fuerte a la masa pegajosa, que la pata se le hundió en ella y quedó en ella aprisionada.

-¡Sueltame! ¡Si no me sueltas para que pueda bajarme, te arrearé fuerte en la cabeza!

Como no recibía respuesta y había perdido por completo el con-trol de sus nervios, Kalulu le largó una patada, más fuerte aun, con la otra pata. Naturalmente, esta pata se hundió más profundamente en la trampa que la primera.

-¡Ladrón! -gritó la liebre-.¡Asesino! ¡Déjame pasar o te saco los ojos…

Y le parecía, en efecto, que dos ojos malignos y burlones le miraban con insistencia, y para librarse de su horrible amenaza, reunió todas sus fuerzas para hundir sus dos patas delanteras, a la vez, en aquella «cosa extraña». Y las dos se quedaron allí presas.

-¡Miserable! ¿no te da vergüenza, apresar, así por la patas a
una honesta campesina? ¿Es que quieres que te haga escupir tus propias entrañas? Ten cuidado con lo que haces y suéltame, ahora que las cosas todavía pueden arreglarse, porque si no, te voy a dar un cabezazo que te vas a enterar.

La mezcla de resina seguía impasible, pero no soltaba a la liebre.

Y entonces ésta, después de muchos ruegos y amenazas, se lanzó de cabeza con todas sus fuerzas contra el bulto pegajoso y se hundió en él hasta las orejas.

Se debatió durante toda la noche. Soltó todos los gritos que pudo soltar, gimió todo lo alto y fuerte que pudo gemir; pero cada movimiento, cada resoplido, no hacía más que hundirla más y más en el pegamento.

Por fin rompió el alba. El leopardo, advertido por el estornino de que «su» ladrón había sido atrapado, llegó con cuerdas y encontró a Kalulu tan hincada en la resina, que en el momento de atarla casi no se podía distinguir lo que era liebre y lo que era pegamento.

-¡Así que eras tú la que robaba mis frutos, eh, Kalulu? Pues voy a colgarte del árbol que tú venías a robar.

La liebre, que se había percatado que no iba poder escapar de la venganza del leopardo si no empleaba algún truco astuto, fingió que aceptaba la decisión del leopardo.

-Sin embargo, mas te vale no colgarme: te aseguro que puede salirte caro.

-¿Por qué?

– ¿Es que no sabes que estoy haciendo una dieta de engorde y que el león, el rey de la selva, me destina a su banquete de fiesta? ¡Tú crées que el come ahorcados?

-Entonces te voy a quemar los pelos.

-Muy bien, quémame los pelos, pero creo que con eso te la vas a cargar igualmente.

-¿Por qué?

-¿Crées que al rey le va a gustar un bocado que sepa a chamus-quina?

El leopardo no sabía qué hacer. La liebre fingió que trataba de encontrar una solución a aquella situación verdaderamente complicada.

-Si yo estuviera en tu lugar -sugirió como si se le acabase de ocurrir una buena ideaa-, creo que guisaría al culpable y me lo comería.

-¿Con toda esa resina que te embadurna?
-¡Claro que no! Cuando oyeras rechinar a la resina deberías levantar la tapadera e inclinar un poco el caldero: la resina escurriría fuera.

-¿Y si se entera el rey?

-¿Cómo se va a enterar? Si estoy en el fondo de tu estómago ¿cómo voy a poder ir a contárselo?

Convencido por estas buenas razones, el leopardo volvió al po-blado, preparó un buen fuego, puso encima el caldero y a Kalulu dentro de caldero.

Kalulu, antes de entrar en el caldero, le había hecho un guiño malicioso, como si le encantase ser cómplice del leopardo en
aquella jugarreta que le preparaban al león.

-Sobre todo no te olvides de levantar la tapa en cuanto oigas que la resina hace:»suis, suis, suis…»

Pronto el caldero se calentó y la resina se ablandó, para gran contento de Kalulu que se sentía poco a poco libre del pegamento, antes de que el calor le molestase a ella.

El leopardo, se había quedado cerca del fuego, con la oreja atenta para levantar la tapadera en cuanto la resina empezase a cantar en el caldero.

Desde luego la liebre no esperó hasta que eso sucediese. En cuanto se vio libre de la costra pegajosa, se preparó a huir y empezó a cantar: «suis, suis, suis»

En cuanto el leopardo oyó aquel silbidito, levantó la tapadera.

La liebre aprovechó para dar un gran salto fuera y escapar.

Y el leopardo no se había recobrado aún de su sorpresa cuando oyó que la liebre le gritaba desde lejos:

-Ya ves que no tenías motivo para castigarme con tanto rigor por haberte robado unos pocos frutos de muhafu ya que tú no has dudado en robar a tu propio rey.

Y con la promesa por parte de la liebre de no contarle nada a nadie, el leopardo consintió «sólo por esta vez» en perdonar su travesura.

¡Y cuantas veces después tendría que volver a perdonar a la incorregible Kalulu!

(Tomado del libro «Sur des lèvres congolaises»,pág.144)

texto original: Olivier de Bouveignes
traducción del francés: María Puncel

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