No escuchar detrás de las puertas, traducido por María Puncel

16/11/2011 | Cuentos y relatos africanos

Cuando oís hablar de Tembiawoko, pensáis:»¡Lo que ese animalillo debe de trabajar!» Y, en realidad, cuando pensáis así estáis simplemente siendo engañados por Tembiawoko; él se ha dado a sí mismo este nombre que significa: «Me caigo de cansancio», para que ni se os ocurra pedirle un servicio. Está siempre demasiado fatigado para hacer nada. Y, bueno, ¿a qué dedica su tiempo? Yo os lo voy a decir porque mi casa está enfrente del palmero en el que él ha hecho su nido.

En cuanto los hombres se van a trabajar a los campos o salen de caza, el Tembiawoko baja de su palmero, bosteza, se estira, se lame y luego… después de haber hecho unas cuantas cabriolas, se dirige tranquilamente hacia la casa de una vecina en la que oye que están hablando, y allí, sin pizca de discreción, se pone a escuchar tras la puerta o cerca de la ventana. En cuanto un desconocido aparece por el camino, él empieza también a caminar, como si él se hubiera antes detenido para atrapar una pulga o para beber una gota de rocío caída sobre una hoja.

¡Es un pícaro! Desde que empezó a espiar a los otros, se ha ido inventando toda una serie de pretextos, actitudes y artimañas para simular las ocupaciones más inocentes y disimular lo que en realidad está haciendo. Claro que, he aquí que entre los animales hay algunos que son tan pícaros como él. Por ejemplo, las cotorras.

Las cotorras son unas charlatanas. La de veces que, por la tarde, las habréis oído pasar por encima de vuestras ventanas parloteando entre ellas sobre los pequeños asuntos de cada día, desde las bodas que se preparan y las riñas entre vecinos, hasta los más pequeños e insignificantes incidentes que nunca faltan en los nidos de las cotorras.

En lugar de charlar a grito pelado, sin preocuparse de averiguar si alguien las está escuchando y puede aprovecharse de las confidencias que se intercambian, para repetirlas afeándolas mucho quizá, las cotorras actuarían sabiamente si hablasen en un tono más discreto.

Desde luego, el Tembiawoko escuchaba con las orejas bien abiertas lo que se contaban las cotorras y, como a veces las historias le parecían faltas de interés, entonces les añadía detalles picantes por su cuenta para mejorarlas y algunas terminaban en pequeñas calumnias que acababa por caer sobre una víctima.

-¡Ha sido el Tembiawoko el que ha chismorreado la cosa! -decían las cotorras y «¡io,io,io!», añadían entre ellas, lo que no quiere decir nada, pero que es un modo, en boca de un charlatán, de hacer ruido cuando no tiene nada que decir.

-«¡Io,io,io…»-decían por la mañana, cuando iban a los campos.

«¡Io,io,io…», decían por la tarde al volver a la aldea de las cotorras,

«Hará falta darle una buena lección a este fisgón que escucha tras las puertas, a ese chismoso de Tembiawoko.

Y le dieron una lección cruel e inmisericorde. Los animales son algunas veces tan malos unos con otros como son los hombres.

Una mañana en que el Tembiawoko venía de escuchar tras la puerta de la madre cotorra, oyó afilar un cuchillo.

Sonaba: ¡chis,chis,chis…! al frotarse con la húmeda piedra de afilar.

De vez en cuando, la madre cotorra interrumpía su trabajo, miraba el cuchillo de perfil y pasaba la pata por el borde de la hoja para ver si estaba bastante afilado.

-¡Todavía no corta lo suficiente! -decía a las pequeñas cotorras que la contemplaban mientras comían cacahuetes.

-¿Y qué vas a hacer cuando ya corte bien del todo?- preguntó la mayor de las cotorritas.

-¡Shhh…! -dijo madre cotorra-, no hables tan alto-. Y al hacer esta recomendación gritaba tanto como si hablase con alguien sordo como una tapia-. ¡Shhh…! Esto que voy a hacer me hará ser capaz de saber todo lo que pasa en las casas de los demás, sin entrar en ellas; oiré todo lo que dicen sin tener que fisgar y poder adivinar todo lo que piensan sin tener que preguntar nada; esto que voy a hacer me hará capaz de convencer a cualquiera de que digo la verdad sea lo que sea lo que yo cuente.

Pasó un par de veces más la hoja del cuchillo por la piedra de afilar y añadió:

– Ahora, hijos míos amarradme de forma que yo no pueda moverme en absoluto, cortadme la pata, la oreja y la lengua; porque será la pata cortada la que entrará en las casas, la oreja cortada la que escuchará todo, sin que yo me moleste y será la lengua cortada la que convencerá a todo el mundo.

Todo el mundo sabe que la oreja de una cotorra es tan pequeña y está tan hundida en su cabeza que unas pocas plumas la tapan.

La cotorra mantuvo la lengua en su boca, escondió su oreja, y ocultó la pata bajo el ala, como si sus hijos le hubiesen cortado de veras todas estas cosas.

Y así preparada, habló en voz alta:

-Sin tener necesidad de salir, veo al Tembiawoko detrás de nuestra puerta, sé lo que piensa, sin necesidad de preguntarle y soy capaz de convencerle de hacerse cortar la pata, la oreja y la lengua… sin tener necesidad de decirle nada.

Cuando el Tembiawoco oyó a la cotorra decir las cosas tan exactamente como estaban sucediendo, se dijo que verdaderamente, sería suficiente cortarse la pata, la oreja y la lengua, para saber tanto como ella, y aprovechándose de la confidencia que había sorprendido, se volvió rápidamente a su nido en el palmero.

-¡Buenas noticias, pequeños Tembiawokos! -exclamó al llegar-.

Rápido, afilad bien el cuchillo de madre Tembiawoko, y amarradme bien fuerte de modo que no pueda moverme, y cuando esté bien seguro cortadme la pata, la oreja y la lengua.

Seguro que pensáis que los pobres pequeños se quedaron sorprendidos y tristes, pero no era cuestión de discutir las órdenes de padre Tembiawoko. Así que le sujetaron tan sólidamente que no podía hacer ningún movimiento y le cortaron la pata, la oreja y la lengua.

Y así fue como, en efecto, el Tembiawoko supo, sin necesidad de entrar en ella, que en casa de las cotorras estaban ocupados en reírse de él, que decían que le habían dado su merecido castigo e, incluso sin oír el «¡io,io,io…!», adivinó lo que pensaban de él, ruin chismoso propalador de los más viles chismorreos, y consiguió convencer a sus pequeños y convencerse a sí mismo, aunque un poco tarde para él, de que en verdad más vale ocuparse seriamente de los propios asuntos que emplear el tiempo en fisgonear indiscretamente los de los demás.

(Tomado del libro «Ce que content les noirs», pág.115)

Texto original: Olivier de Bouveignes

Traducción del francés: María Puncel.

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