Mi gallo, Dios y los decibelios, por Alberto Eisman

8/01/2013 | Bitácora africana

ecientemente he tenido huéspedes en mi casa, y todos ellos comparten la unánime opinión de que el gallo que tengo (regalo de Navidad 2011 de la familia de un carpintero local) es casi un peligro público que debe ser eliminado cuanto antes. Antes de que claree el cielo, allá por las cinco, comienza “a cantar” alrededor de la casa y tiene tanto fuelle en sus pulmones y tal estridente timbre de voz que hace imposible el continuar durmiendo. Por lo tanto, tengo que aceptar la evidencia y lo he puesto ya oficialmente en el “corredor de la muerte” del cual dudo mucho que haya clemencia alguna puesto que la tortura acústica es realmente considerable y además me está acarreando serios problemas con mis visitantes, que creen que lo tengo adrede para evitar el fastidio de más visitas.

Pero mira por dónde que, indefectiblemente, se cumple aquel refrán tan viejo de “otro vendrá que a mí bueno me hará”. Desde hace varios días, a en un solar a unos dos kilómetros escasos de mi casa, está “acampada” una iglesia evangélica con pastor, carpa, equipo de sonido, coristas y grupo de música incluido… una de estas iniciativas itinerantes que van de ciudad en ciudad haciendo “cruzadas” de varios días. Se ve que esta iglesia está bien equipada tecnológicamente porque tiene altavoces de una potencia tal que obran el milagro de hacerme sentir que la predicación en curso tiene lugar enfrente mismo de mi casa cuando en realidad están a una distancia considerable. Solo puedo imaginarme lo que sentirá quien viva al lado.

Lo peor no es que lleven a cabo sus actividades religiosas y prediquen tanto cuanto quieran, sino el hecho de que impongan acústicamente a los que están fuera de aquella tienda lo que se dice (¡¡y se grita!!) dentro de la misma. Lo peor es que durante esas cruzadas organizan vigilas nocturnas y se pasan noches “en oración” (si a oración se puede llamar el cantar y predicar constantemente a golpe de micrófono). Emiten con una potencia que excede con mucho lo que es legalmente permisible en horas nocturnas y lo hacen hasta el rayar del nuevo día. Ayer, a las cinco de la mañana, el predicador de turno estaba exorcizando a alguien y – con una voz de ultratumba más próxima a la de la niña de la película de “El Exorcista” que a la del rol de un afable reverendo lleno de unción espiritual en lucha contra el maligno – estuvo durante interminables minutos profiriendo gruñidos, bufidos y ruidos ininteligibles (pero completamente audibles) en varios kilómetros a la redonda. No sabemos si consiguió liberar al poseso o posesa de turno, pero a mí – haciendo un chiste fácil – me llevaban los mismos diablos porque con tanto desmadre escatológico allí ya no había quien cogiera de nuevo el sueño. Mucho peor que lo de mi gallo, como de aquí a Lima…

Aparte del cabreo y el madrugón, la experiencia me dejó un regusto amargo: esta gente cree que la calidad de su evangelización o de su celo apostólico se mide a golpe de decibelios, como si el que más gritara y al que más se le oyera tuviera más razón o más fe que el que calla y vive su relación con Dios sin dar la vara a nadie, en silencio y alejado “del mundanal ruido”… y de algunos amplificadores piadosos.

Un día, una iglesia de similar pelaje puso de nuevo su tienda en un descampado y durante un par de noches tuvo en vela a mi vecino (un alemán que trabaja como cooperante en el campo de microcréditos), el cual después de pasar una noche toledana más dando vueltas en la cama, no pudo aguantarse más y se fue con el coche a las 3 de la mañana hasta la carpa de la iglesia a ver si los fervientes feligreses y su arrebatado pastor entraban en razón. Como parecía que era una causa perdida (además de que los feligreses eran solo un puñado y el altavoz daba el pego de que aquello estaba de bote en bote), a mi vecino no le quedó otra opción que zafarse y confiscar los micrófonos del escenario. El pastor casi comienza un exorcismo para echar fuera el mal espíritu del descreído que osaba perturbar el transcurso de las devociones nocturnas. En su cabreo, el reverendo lo increpó diciendo que porqué no tenía las agallas para desconectar los altavoces de las mezquitas que dan la vara diariamente a las 3 o las 4 de la mañana… a lo que éste respondió que por lo menos la llamada del almuédano se acababa a los cinco minutos, no como la tabarra evangélica que duraba ya varias largas horas con la ironía de utilizar mucho amplificador pero con una feligresía tan magra. Al parecer, las amenazas de ir a la policía si continuaban con sus altavoces la siguiente noche surgieron su efecto y ya apenas se les volvió a escuchar.

No sólo es triste esta forma de vivir y de imponer a otros una creencia religiosa (máxime, en horas tan intempestivas) Prácticas así son las que al final dan un mal nombre a la fe y a sus expresiones. Además es una ofensa para la gente que, teniendo un horario normal de trabajo, tienen todo el derecho al descanso nocturno. Se apoyan en el hecho de que la gente no es consciente de sus derechos y de las leyes que les amparan, hasta aquí no han llegado de manera efectiva las regulaciones que determinen los umbrales máximos de contaminación acústica ni pongan una multa a la institución (iglesia, mezquita, discoteca, tienda, me da igual la naturaleza del establecimiento… ) que ose dar la murga a los sufridos ciudadanos con sus mensajes de megafonía después de ciertas horas. Tendrán que aprender que, por lo menos, el que duerme no peca.

Original en : En Clave de África

Autor

  • Eisman, Alberto

    Alberto Eisman Torres. Jaén, 1966. Licenciado en Teología (Innsbruck, Austria) y máster universitario en Políticas de Desarrollo (Universidad del País Vasco). Lleva en África desde 1996. Primero estudió árabe clásico en El Cairo y luego árabe dialectal sudanés en Jartúm, capital de Sudán. Trabajó en diferentes regiones del Sudán como Misionero Comboniano hasta el 2002.

    Del 2003 al 2008 ha sido Director de País de Intermón Oxfam para Sudán, donde se ha encargado de la coordinación de proyectos y de la gestión de las oficinas de Intermón Oxfam en Nairobi y Wau (Sur de Sudán). Es un amante de los medios de comunicación social, durante cinco años ha sido colaborador semanal de Radio Exterior de España en su programa "África Hoy" y escribe también artículos de opinión y análisis en revistas españolas (Mundo Negro, Vida Nueva) y de África Oriental. Actualmente es director de Radio-Wa, una radio comunitaria auspiciada por la Iglesia Católica y ubicada en Lira (Norte de Uganda).

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