Manifiesto por una Democracia Nueva

28/10/2011 | Opinión

En África, en el mundo árabe, los pueblos se despabilan para deshacerse de la pesadez de un orden basado en falsos aires democráticos que fundamentan un sistema de explotación. Pero bajo apariencias de libertad recobrada, el riesgo es grande de adentrarse en callejones sin salida que llevan a volver al punto de partida.

Mohammed Chahid hace un llamamiento para que no se caiga en el democratismo y muestra que otra democracia es posible.

Desde el Magreb hasta el Oriente próximo, pueblos entumecidos desde hace mucho tiempo, se levantan hoy como un solo hombre para coger al fin su destino en su mano. El problema de estos pueblos no es solo tener más libertad, sino y sobre todo, saber cómo usar esta libertad para darse el mejor sistema político posible.

Más allá de los desordenes y de los combates fratricidas, cortejo inevitable de toda revolución violenta, es el movimiento irresistible de la historia el que parece infundir a estas tierras de vieja civilización las primicias penosas de su renacimiento. La primera innovación de este renacimiento debería concernir el corazón mismo del sistema político, es decir la manera de gobernar los hombres y de organizar la sociedad. La esperanza es que este renacimiento aporte al mundo una democracia nueva: una democracia más autentica, más justa, más impregnada de humanismo, menos esclavizada a las potencias financieras y a los intereses particulares.

El ideal democrático no está aquí en tela de juicio. Es la barrera más segura contra todas las formas de dictadura. Desgraciadamente, la democracia practicada, desde hace más de un siglo, no es más que un principio, un ideal noble. En su aplicación se convierte en una inmensa impostura.

El modelo democrático universal permite que un mismo partido político guarde a la vez el poder legislativo y el poder ejecutivo durante el tiempo de una legislatura. La mayoría que tiene la Asamblea representativa, se supone que controla un gobierno salido de sus filas, como si fuera independiente de ella. Se supone que esta mayoría vela por que el gobierno aplique la ley de una manera imparcial a todos sin distinción, por que el interés general esté por encima de todos los intereses particulares.

Es un poco como si usted (alias el pueblo) es propietario de un terreno sobre el que quiere construir una casa (alias el Estado) y que el arquitecto que usted ha elegido libremente (alias el partido mayoritario en el parlamento) viene a decirle: “Los planes de su futura casa están listos. Tengo un hermano (alias el gobierno salido de la mayoría) que es empresario en la construcción, el construirá su casa bajo un estricto control.

Desde hace muchos años trabajamos siempre en tándem, todo el mundo encuentra eso normal. Es mi hermano, pero yo velaré por los intereses de usted y solamente a los suyos. Controlaré de muy cerca la calidad de los materiales y velaré escrupulosamente a la perfecta y fiel ejecución de mis planos. Sobre todo, no crea que mi hermano y yo, vamos a ponernos de acuerdo en detrimento de sus intereses: usted sabe la amistad que le profeso, por lo demás, por esta razón me ha elegido usted entre muchos arquitectos. “No se preocupe, porque lo repito: para mí solo cuentan sus intereses y no los de mi hermano”.

En otras palabras, siendo lo que es el hombre esta manera de articular los poderes en las democracias modernas, es el origen evidente de todas las corrupciones. En efecto, ella libra los pueblos a las ambiciones y a los apetitos de una sola familia política durante el tiempo de una legislatura. Además, al correr del tiempo, el Sistema ha reducido ingeniosamente el campo político a dos partidos dominantes que legislan y gobiernan por turno en un delicioso juego de columpio sazonado en periodo electoral, con estupendos shows televisados muy “democráticos” ¡y el pueblo atontado aplaude!

Inmediatamente después de la 2ª Guerra Mundial, dos hombres de Estado eminentes dieron su opinión sobre la democracia: el primero para denunciar la política de los partidos, el segundo para decir que la democracia es un sistema político malo, pero que él no conoce otro mejor. La reflexión del primero cayó en el desierto. El discurso del segundo ha tenido un gran éxito.

Hoy todavía está anclado en todos los espíritus (incluso en el de los intelectuales o pseudo-intelectuales) y parece legitimar el sistema por su duración casi centenaria.

Ahora bien, la longevidad del sistema, no se explica por su cualidad intrínseca, se explica simplemente por el hecho de que los políticos, que son los únicos que podrían corregirlo desde el interior, encuentran en él holgadamente su interés y velan celosamente por su perennidad. Esta longevidad no se explica tampoco por los logros sociales y las libertades de las que se benefician los países democráticos y que desde el Sur se miran con envidia y admiración. Todas estas libertades y todos estos logros han sido arrancados con la lucha intrépida de los pueblos.

El sistema no ha concedido nunca nada de buena gana, solamente lo ha hecho obligado, forzado por manifestaciones y huelgas. Además por sus escándalos numerosos, por las injusticias y las desigualdades flagrantes que genera, por su sumisión a las presiones de lobbys tan poderosos como invisibles. El sistema es la causa principal de todas las crisis y de todas las frustraciones sentidas a través del mundo. Él prepara los extremismos de todas las tendencias. La extrema derecha, la extrema izquierda, el fundamentalismo religioso, todos, poco o mucho, se alimentan de sus compromisos, de sus desvíos y de su duplicidad. Helos ahora, enemigos jurados entre ellos que, sin embargo entonan a una el famoso estribillo: “Todos podridos” aserción que “el demócrata” en tono despreciativo, califica de vulgar populismo.

Esta aserción es injusta, porque bien evidentemente, en todas las arenas políticas hay hombres y mujeres de buena voluntad, perfectamente íntegros, que ponen el interés público por encima de todo. Pero son desgraciadamente una pequeña minoría, perdida en la gran masa de los cínicos: gentes muy a menudo inteligentes, competentes y eficaces pero que ponen el interés de su clan, muy por encima del interés general. Alrededor de de ellos gravita siempre la inevitable pequeña legión de mediocres que, al precio de una fidelidad al dueño casi animal, acaban a menudo teniendo una caseta dorada. Se les encuentra al cabo de poco tiempo, diputado, ministro o embajador. Por lo demás una de las situaciones humanamente más absurda, sino es la más patética, es la del hombre excepcional a quien manda una mediocridad de esta especie, que un favor inmerecido ha puesto por las nubes de cualquier partido político.

Los pueblos que despiertan hoy hacia otro destino deben rechazar un sistema como ese, un sistema que es producto de lo falso (la supuesta separación de poderes) un sistema que tras los eslóganes igualitarios, produce tantas desigualdades, de un sistema que finalmente reparte la sociedad en tres clases. La de gallinas ponedoras, la de los cocineros y la de comedores de tortillas.

Como en una cría industrial de pollos, encontramos en la base de las sociedades modernas la multitud de todos los madrugadores estresados que corren por la mañana al trabajo para producir bienes y servicios y para los que el sistema organizo más o menos bien las comodidades de base (viviendas, transporte, cuidados sanitarios). Una vez al año se les permite en fin vivir de una manera natural: se los libera de los hangares con iluminación artificial y se les deja brincar en la naturaleza, a la luz del día.

Viene a continuación la pequeña legión de los cocineros: hombres políticos y altos cuadros dirigentes. Estos recogen los productos de criadero, se agitan en los hornos y se atribuyen de paso una parte de la vituallas antes de servir los platos.

Finalmente en la cúspide de la pirámide ocupa el sitio de honor la ínfima pequeña minoría de los comedores de tortillas. Confortablemente instalados en soberbias mansiones, forman los pocos felices de esta jetset cuya fortuna florece en los paraísos fiscales legalmente reconocidos por el sistema. El tiempo, el dinero y las distancias no cuentan para esta gente feliz que acapara la mayor parte de las riquezas nacionales y que el pueblo de las gallinas ponedoras esta, de vez en cuando, admitido a contemplar a través de un tragaluz haciéndose la ilusión de compartir sus esplendores.

¿Es acaso para reproducir este modelo de sociedad que se quiere, a todo costa, democratizar el mundo urbi et orbi? Bajo la máscara engañosa de principios nobles, el sistema político que rige estas sociedades es la matriz original de todos los males, tal como está concebido y, una vez más, siendo el hombre lo que es, este sistema no puede producir más que corrupción, nepotismo, colisión de intereses, tendencias oligárquicas, “dinastizacion” de las funciones políticas…

En los grandes países “democráticos” sucede de forma natural que se sea diputado o ministro de padre a hijo y el sistema permite de la misma forma natural que la mayor parte de la riqueza nacional sea acaparada por apenas algunos centenares de familias. Con algunas variantes este sistema reposa desde hace más de un siglo sobre el mismo mecanismo: elecciones-mayoría parlamentaria-gobierno, salido de esa mayoría.

Este modo de funcionamiento que se quiere inmutable pretende aplicarse eternamente a sociedades que evolucionan a la velocidad de la luz en todos los ámbitos, ahora bien, las únicas prácticas que permanecen más o menos perennes en una sociedad son las prácticas religiosas. Por consiguiente no es la democracia lo que se quiere propagar a través del mundo. Es el “democratismo”, es decir una nueva religión que tienen sus ritos y sus dogmas, sus misioneros y sus inquisidores y que sabe manejar alternativamente el sable y el hisopo, la zanahoria y el bastón.

No hay que engañarse. Esta diligencia frenética para propagar esta nueva religión no es humanista y moral, más que en apariencia. En realidad, no tiende más que a uniformar todo, a estandarizar todo en el campo político universal. Así, los mecanismos de gobernación a través del mundo serán compatibles y obedecerán a las mismas normas para el mayor provecho de los mismos poderosos beneficiarios.

El democratismo aparece de este modo como el nuevo medio de conquista de regiones no integradas todavía o no sometidas totalmente. En efecto, es como si se dijera a todos esos pueblos actualmente en ebullición: “Venid, entrad en nuestra religión. Abrazad el democratismo. Daos parlamentos, aunque tengáis que empezar por mataros un poco los unos a los otros. Ahora ya lo sabéis: el democratismo político engendra el liberalismo económico que engendra desigualdades sociales, pero eso no tiene importancia, porque os convertiréis en países “emergentes” y después en países desarrollados. Os ayudaremos económicamente. ¡Estad seguros! Podéis dormir tranquilos”.

Cuando se despierten, es seguro que tendrán parlamentos, pero sus economías habrán sido acaparadas un poco más. Esto reanuda extraordinariamente una reflexión de un viejo jefe africano desaparecido hace medio siglo. El decía: “cuando vinieron los primeros blancos a África, hace mucho tiempo, nosotros teníamos las tierras y ellos la Biblia. Después nos enseñaron a rezar con los ojos cerrados. Cuando volvimos a abrirlos, ellos tenían las tierras y nosotros la Biblia”.

Los tiempos han cambiado. Desde hace algunos meses la Historia en marcha vive una fuerte aceleración. Están en curso grandes mutaciones, su desencadenamiento y sus consecuencias han escapado y continúan escapando a todas las precisiones. El periodo agitado que vivimos es favorable pues a todas las interrogaciones y a todos los replanteamientos.

Para los pueblos que se despiertan hoy de un largo letargo, la era del mimetismo fascinado está superada. La voz de la renovación pide ante todo poner la revolución en el corazón mismo del sistema democrático, una revolución pacífica que afectará a sus mecanismos tradicionales y que al final acabara por generar sociedades humanas más justas, más solidarias y mejor inspiradas.

Si ha sido reconocido que la democracia tradicional es un mal sistema político ¿Por qué la humanidad entera debe aceptar como una fatalidad que no hay otro sistema mejor? Todos los pueblos del mundo que se interrogan hoy sobre las prácticas y las consecuencias de la democracia tradicional tienen el derecho de trazar otros caminos para su porvenir. Saliendo de los caminos frecuentados que desorientan, podrían revolucionar los mecanismos democráticos habituales efectuando, por ejemplo, las innovaciones siguientes.

-Un parlamento comportando una sola cámara poseedora de la soberanía popular. Este parlamento es la más alta instancia política del país. Los elegidos pertenecen obligatoriamente a partidos políticos. Cada circunscripción electoral elige, no uno, sino un binomio de diputados: un hombre y una mujer. La paridad está asegurada en la base y el parlamento se convierte en un reflejo real de la sociedad. Con esta visión binocular podría observar mejor el paisaje social, sentir mejor y aprehender y resolver sus problemas de sociedad. El mandato parlamentario es de cinco años renovable una sola vez, porque la profesionalización acarrea naturalmente formas de “dinastificacion” y presenta globalmente más inconveniente que ventajas.

-la mayoría parlamentaria representante del pueblo soberano tiene el poder, en particular

-de definir la estructura del gobierno (numero de ministros y definición de los ministerios)

-de aceptar las candidaturas al puesto de ministro, propuestas por el jefe del Estado.

-de fijar el problema de Gobierno.

-de elaborar las mejoras leyes posibles en el campo económico, social y cultural únicamente en el interés del pueblo.

-de ejercer un vasto control sobre la acción del gobierno así como sobre los mecanismos del Estado.

-El jefe del Estado es el jefe del ejecutivo. En una monarquía el jefe del Estado es el rey o la reina. En una república es un presidente neutro (sin vinculo con los partidos o los sindicatos), sin intereses directos o indirectos con un grupo financiero, industrial o comercial). Es elegido por sufragio universal, en dos vueltas entre los candidatos conocidos por sus cualidades morales e intelectuales así como por su independencia de espíritu. Cada partido político, representado en un parlamento cesante, designa, al fin de la legislatura, tres candidatos que responden según él a estos criterios y salidos de la sociedad civil.

-El jefe del Estado, rey o presidente, propone a la aprobación del parlamento candidaturas de ministros neutros (sin vínculos con los partidos o los sindicatos) en número conforme a la estructura del gobierno, estructura definida por el parlamento, velando por estos tres equilibrios: regional, socio-profesional y demográfico. El parlamento tiene el poder de aceptar o rechazar la candidatura de un ministro propuesta por el Jefe del Estado. Los ministros nombrados así tienen pues una legitimidad indirecta dada por los diputados en tanto que representantes del pueblo.

-Una vez propuestas por el jefe del Estado y aceptadas por el parlamento, las personalidades recientemente elevadas a la dignidad de ministro, se reúnen a puerta cerrada durante un periodo máximo de 3 días para elegir el que será el primero entre ellos. Si, después de 3 días, no llegan a elegir entre ellos el jefe del Gobierno, se anula toda la lista y el jefe del estado propone al parlamento nuevas candidaturas.

-El primer ministro, inmediatamente después de haber sido elegido por sus ministros, da a cada uno su dominio según la estructura de gobierno previamente decidida por la mayoría parlamentaria.

-El gobierno, bajo la dirección del jefe del Estado y del Primer Ministro, tiene la misión de aplicar el programa decidido por la mayoría parlamentaria.

-El jefe del Estado preside el consejo de Ministros. El Primer ministro preside el Consejo de Gobierno.

-Todo proyecto de acuerdo o de compromiso con carácter internacional está sometido a la aprobación del parlamento.

-El gobierno tiene la facultad de proponer al parlamento proyectos de leyes. El parlamento puede corregirlos, aceptarlo o rechazarlos a la mayoría absoluta.

-Los tribunales de primera instancia son competentes en su circunscripción judicial, que se extiende sobre varias circunscripciones electorales. Sus jueces son elegidos por sufragio universal a dos vueltas por escrutinio de lista comportando un juez y dos asesores, ya sea un hombre juez y dos mujeres asesores, o bien una mujer juez y dos hombres asesores. El mandato de los jueces elegidos es de cinco años renovables dos veces. Su elección es concomitante con las elecciones legislativas.

Los partidos políticos son financiados exclusivamente por

-las cotizaciones y las dotaciones de sus miembros

-una dotación de base pagada por el gobierno y que es idéntica para todos los partidos políticos legalmente constituidos.

-una dotación variable pagada por el Estado, en función del número de diputados que el partido posea en el parlamento.

Los partidos políticos objetaran contra un sistema que da el poder ejecutivo a lo que ellos llaman un gobierno de “demócratas”. Este término es un terrible hallazgo de los partidos que deja comprender que la acción del gobierno es su monopolio y que fuera de sus filas no puede existir para gobernar el Estado más que robots sin corazón y sin alma. ¿Cómo llamar pues esos millares de responsables sin afiliación a un partido que trabajan a las ordenes de un ministro afiliado a un partido ¿Son simplemente robots animados por el poderoso e inmaculado soplo que viene de arriba, el del ministro político que manda sobre ellos?

Aparte de a los partidos estas proposiciones chocarán sin duda también a más de un sabio “constitucionalista”. Ahí también, se presentan como inmutables sus fundamentos, la joven ciencia política nacida de la democracia moderna hace menos de dos siglos, mientras que vemos evolucionar a ojos vistas todas las otras ciencias. ¿Por qué la ciencia política, en sus mecanismos democráticos no evolucionaría ella a su vez?

Otra democracia es posible. Una democracia basada en las proposiciones precedentes es perfectamente practicable, pero el campo de la investigación debe quedar abierto. Lo importante es encontrar un modelo auténticamente democrático que se reconcilie con el humanismo cuna del ideal, un modelo que libera la sociedad de la tiranía de las potencias financieras, un modelo, en fin, que no solamente instruya sino que también eduque las jóvenes generaciones para formar sociedades más creativas, más civilizadas, más solidarias, en una palabra más humanas. En esta revolución democrática todos los actores de la vida política saldrán ganando formalmente: los pueblos, los partidos y lo que queda como monarquías del mundo.

En primer lugar los pueblos, porque la democracia moderna no les es tan provechosa como debiera serlo. Bajo la máscara humanista, adula y excita finalmente lo que hay de menos noble en el hombre: egocentrismo, apetito de poder, instinto de dominación… (En los “países jóvenes” que se intenta convertir al democratismo, no se matan los unos a los otros ferozmente por la democracia, sino por el poder. En los “países viejos” los unos asesinan a los otros a fuerza de pequeños o de revelaciones escabrosas).

Contrariamente al sistema actual, la nueva democracia, ella, atraería a la carrera política un poco menos de cínicos y un poco mas de hombres y mujeres creyendo sinceramente en los ideales democráticos, en los valores humanistas y en las virtudes cívicas. Ya no se verán más todas esas intrigas, todos esos regateos, todas esas luchas a muerte para alcanzar el poder, esas luchas que oponen personas y clanes en detrimento del pueblo. Ya no se verá más a los ministros mucho antes de las elecciones, más preocupados por su reelección que por los deberes del cargo. La acción política no sería más el monopolio de los partidos, sino de las personas conocidas por sus cualidades morales e intelectuales, pero que no tienen forzosamente el gusto de la militancia de partido, no se verían mas excluidas del campo político.

Después del pueblo, los partidos políticos, piedra angular de toda arquitectura democrática deberían hacer examen de conciencia y entrar en la nueva era con un espíritu abierto al cambio, un sentido del sacrificio por el interés público y la única ambición de servir a los pueblos y no de servirse a ellos mismos. Entonces tendrán un papel más importante que jugar. La nueva democracia les daría más poder del que tienen ahora.

El partido mayoritario o en el parlamento sería verdaderamente el proveedor de la soberanía popular el tiempo de una legislatura. En efecto la mayoría parlamentaria es la que, en el nombre del pueblo

-decidirá de la estructura del gobierno y del número de ministros.

-aceptaría o rechazaría los nombramientos al puesto de ministro, propuestos por el jefe del Estado.

-fijaría la política interior y exterior del país y de otras orientaciones sobre la base de las cuales su partido habría ganado las elecciones legislativas.

-controlaría estrecha e imparcialmente, un gobierno con el que no tienen ningún interés de clan.

Finalmente las monarquías de Oriente y de Occidente. Las monarquías orientales se dividen en dos grupos: monarquías más o menos constitucionales y monarquías más o menos absolutistas. En las monarquías absolutas, en estas monarquías de otra época, el poder tentacular del rey paraliza la menor iniciativa, anestesiando al mismo tiempo la imaginación más fecunda. Con prácticas de torturas, estos regímenes multi-seculares, a los que angustia la incertidumbre del mañana, aseguran al Estado la curiosa estabilidad de una pirámide que reposaría sobre su vértice.

Es evidente que estas monarquías, a las que las agitaciones que las rodean han despertado conscientes ahora de la marcha irresistible de la historia, tienen un interés máximo a adherir a la nueva democracia que les deja un cierto poder y sobre todo perenniza sus dinastías. Al contrario, las monarquías de Occidente no son más que instituciones decorativas. Son monarquías fosilizadas que se han convertido en conchas vaciadas de sustancia. Retrocediendo al pasar el tiempo delante de las ruidosas bandas de himno democrático escrito por idealistas, orquestado por los comerciantes y cantado por los políticos. Esas monarquías han perdido a la vez su alma y su vocación. Han tenido que transigir con los que les habían arrancado el poder pero les dejan, a propósito, todo el fasto de este decorado que encanta al pueblo. Así, todos, monarcas teóricos y gobernantes reales han terminado por soportarse mutuamente, bajo la máscara llena de muecas de un acuerdo sonriente.

No hay duda que estas monarquías, y puede ser incluso sus pueblos, acogerán favorablemente las nuevas ideas de democracia. Esas ideas van a permitirles jugar de nuevo un papel histórico, diferente del antiguo y más compatible con el espíritu de los tiempos actuales. Preocupados por la grandeza de sus países y por la perennidad de sus dinastías, serán la garantía moral de la calidad del poder ejecutivo y reanudaran sus viejas tradiciones de mecenas y de instigadores de los verdaderos valores de civilización en particular en el campo de las artes y del pensamiento.

No hay duda que las palabras que preceden parecerán, de buena fe, perfectamente incongruentes a los profesionales de la política y, desde un cierto punto de vista, tendrán razón, porque un viejo sabio prudente decía: “El pez ve toda clase de cosas, menos el agua”. A fuerza de bañarse en un sistema se acaba por no verlo más. Hay que tener el tiempo, la voluntad y esa intrépida energía del pez volador para salir del agua en la que baña para observarla.

Hoy la historia manda a los pueblos poner en tela de juicio el sistema en el que se bañan, romper las estructuras que los regentan y los encadenan. Los llama a tener la audacia y la imaginación creativa del pez volador si no quieren terminar prisioneros de una inmensa y despiadada almadraba.


Mohamed Chahid

Mohammed Chahid se prepara para lanzar en Marruecos un movimiento de opinión con vocación internacional, la Alianza por una democracia nueva basada en los principios de este manifiesto.

Actualmente tiene en prensa un libro titulado: “L´Aramoustan o las leyes del espíritu”.

Publicado en pambazuka.org el 19 de septiembre de 2011.

Traducido por Inmaculada Estremera H.m.n.s.d.a., para Fundación Sur.

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