La siesta, el Casino, los otros, por Nuno Cobre

21/09/2011 | Bitácora africana

ENTRO CON PASO LIGERO EN EL MINISTERIO DE PESCA y nadie me ve. Están todos ahí pero nadie me ve. Duermen. La secretaria, la recepcionista o lo que sea, tiene apoyada una de sus sienes sobre la mesa y sus brazos se alargan hasta casi tocar los azulejos del suelo. En la esquina descansa un individuo con la camisa media abierta y una cabeza que reposa sobre su pecho, ocultando unos ojos somnolientos. Los pocos que aún se mueven, arrastran sus pies bajo unos párpados de plomo que insisten en bajar el telón cuanto antes. Todo se duerme, todo es sueño, bostezo.

Veamos que pasa arriba. Subo a la segunda planta y me encuentro con tres almas roncando a pierna suelta. La reunión en teoría, tendrá lugar en este edificio despintado y ausente. En medio de la siesta colectiva, los ronquidos, siento la necesidad de acercarme a la ventana y mirar. Se ve la playa, las palmeras, se ve un viento de color verdoso. Se ve la calle y un tráfico tosco pero constante. Da la impresión de que todo está oxidado, carbonizado. Tan tropical, todo tan tropical, que le pido al aire que remoje mi testa sobre ese mar que pretende ser turquesa y que acaba presentándose en gris, en lama, en restos de algo.

En realidad, no me sorprende que la mayoría duerma. Porque ahora que llevo un tiempo en África, sé que a pesar de los ronquidos, la reunión se celebrará. El cuando es otro cantar del Mío Cid que sólo le importa a unos poquitos. Ahora que llevo un tiempo en África, sé que este continente se mueve a través de unas cuantas cabezaditas, tan normales como el que se toma un vaso de agua en el almuerzo.

¿Los motivos? Es posible que los africanos sean los primeros en despertarse, los primeros tal vez en conciliar esos caprichos del reflejo a los que llaman sueño y los primeros por tanto en tener sueño. Dice mi amigo Ams que el africano nunca duerme bien en este país, temeroso de que su morada sea asaltada en cualquier momento. De ahí el cansancio. Dice mi amigo Ams, que la comida al ser tan pesada, provoca en los estómagos africanos una necesidad imperiosa de cerrar los ojos a lo largo del día, al menos una vez. Hay otras teorías… pero fuera lo que sea, es hasta normal que en medio de una reunión, tu colega africano, desconecte durante un rato y cierre plácidamente sus ojos para proceder a una siesta natural y concentrada.

Tienes razón cuando dices que deberíamos llamarlo vigilia, puesto que cuando uno cree que duermen profundamente, más allá de Freud y Jung, de pronto zas, se reincorporan al debate con una sugerente idea o una larga y reflexionada exposición y uno se queda mirándose a si mismo y preguntándose que cómo es posible que te hayan escuchado, seguido. Y es que da igual, es indiferente, ya pueda encontrarse en la sala un consejero delegado o un ministro, el africano tiene claro que a lo largo del día, su cabezadita no se la quita nadie.

Por eso, ahora que miro por la ventana, estoy tranquilo. Porque sé que aunque esté rodeado por un concierto ronco, gutural y placentero, éste no dejará secuelas somníferas de ningún tipo, antes al contrario, reavivará los espíritus, repostará las energías.

Y empieza la reunión.

Si no me equivoco, el título de este post incluye la palabra Casino. Éramos unos cuatro o cinco o seis, que más da ya. Kustisa había insistido en jugar, “unos quince minutos, unos dados, eso será todo”. Me habían hablado del Casino ya, tío. Pero lo que no me esperaba era que en medio de la cerrada noche y los silencios, existiese esto. Con unas cuantas cervezas Asoc en el intestino, todo era más violeta. Un tipo fornido nos abrió la puerta y la luz del artificio nos descubrió una sala de moqueta azul por la que deambulaban mujeres de vestidos rojos y negros ceñidos al señor dinero. Zigzagueaban las damas alrededor de las máquinas recreativas, y las mesas verdes de juego, el black no se qué, las barajas, hombres cetrinos, hielos, un pelirrojo de pecas haciendo un gesto amable con la cabeza, una mujer rubia y de tacones rojos, mujeres nunca vistas girando una ruleta y sosteniendo un, “hay juego”. Mujeres con ojos de noche, provistas de la neutralidad del morbo, del “juega, y ya veremos”, del “se mira pero no se toca aunque” se sucedían una tras de otras. En la noche.

¿Dónde estoy? ¿Será verdad que a escasos metros de esta nave espacial la chabola es la seña, es el patrón? Kustisa ya está en la esquina mirando con ojos incisivos unas cartas marcadas por el tabaco y el desprecio. Al lado la acompaña un vaso invadido por un líquido marrón. Me acerco. El pelirrojo habla con una amiga india y Kustisa le dice que se calle, que no se puede concentrar. El pelirrojo da un paso a la izquierda y levita para desaparecer condescendientemente entre las máquinas recreativas, llenas de sandías, melones, melocotones, plátanos, monedas… El pelirrojo está ahí, reafirmando el fuera de contexto y detrás todas esas frutas le caen sobre los hombros, le entran por las orejas, por los bolsillos. “Hoy es un buen día”, dice Kustisa y suelta una bocanada de humo que se pierde en medio de la luz de artificio y otros milagros.

Original en Las Palmeras mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

Más artículos de Nuno Cobre