La rana y el milano, traducido por María Puncel

15/09/2010 | Cuentos y relatos africanos

Cierta rana recibió una herencia. Los vecinos se enteraron. Y, desde ese momento, empezaron a descubrir que desafinaba, que era petulante y machacona. Mientras había sido pobre había vivido sin preocupaciones. Nadie se ocupaba de ella. El milano, que era su vecino, y tenía el nido en la copa del árbol a cuyo pie vivía ella, apenas respondía a su modesto saludo, pero en cuando supo que la rana tenía dineros, le entró un deseo enorme de apoderarse de ellos.

La época de las lluvias se acercaba:

-Vosotras las ranas no tenéis que preocuparos para nada de vuestro guardarmropa -le dijo él un día acercándose a su cenagosa vecina -estáis provistas de un impermeable para toda la vida.

-¡Gracias a Dios! -respondió la rana.

-¡Qué agradable frescor vestidas con esa piel siempre verde! La rana sabía bien que no era verde más que por la espalda, y que por eso la llamaban Dorso-Verde; pero ¿a qué desmentir la excelente opinión que tenía de ella el milano? Él sólo veía a la rana desde lo alto del árbol; ¿para qué hablarle de su vientre pálido sembrado de manchas rojizas?

-Y además ¡qué voz!

Los músicos son extremadamente sensibles a la alabanzas. Naturalmente la rana lo era, especialmente cuando provenían de un personaje de categoría. ¡Y ahí es nada, un milano!

La rana bajó un momento los ojos e infló la garganta. Aunque era sólo mediodía soltó un tan sonoro «¡croac…!», que las curiosas vecinas salieron a sus puertas a preguntarse qué era aquello; pero todo se paga, las alabanzas, también. La rana lo iba a descubrir muy pronto.

– Parece -continuó el milano-, que acabas de recibir una pequeña fortuna. Te felicito y me alegro por ti. Tanto más cuanto que así podrás acudir en ayuda de tu viejo amigo el milano.

La rana había recibido con tanto agrado las alabanzas del milano que no podía, ahora, decentemente desoir su petición. Orgullosa, por otro lado, de que alguien tan importante en su mundo y que, hasta entonces no le había hecho el honor de dirigirle la palabra, le tuviera que estar agradecido, le prestó la cantidad que él le pidió.

-Hasta pronto -dijo él, sacudiento el penacho de su cabeza. Y ¡vlam!, en cuanto recibió la moneda, se largó volando.

Había dicho «hasta pronto»; pero la época de las lluvias llegó, y pasó, sin que la rana viera ni una sola vez a su amable deudor.

De vez en cuando preguntaba a unos y a otros: a la grulla rosa, al picoverde, al martín pescador…

-¿No ha vuelto aún el señor milano?

-¿Vuelto? -le respondieron-. El milano no se ha ido nunca, sigue viviendo allá arriba, en su árbol.

La pobre rana ni se atrevió a decirles que le había prestado dinero; ¡se hubieran burlado de ella!

Por fin, se atrevió a contárselo en secreto a una vieja rana, que era su tía.

-¡Qué tonta eres! -gruñó la anciana, bamboleando su cabezota verrugosa. Te has dejado engatusar por ese falsario adulador. ¿Desde cuándo prestan dinero las ranas a los pájaros? Y menos a un milano…

«Sí, -se dijo Dorso-Verde-, si quieres recuperar tu dinero, tendrás que recurrir a la astucia»

La sesión seca estaba en todo su apogeo, no se veía ningún milano en el horizonte. A veces, ella le oía parlotear en su jerga, allá arriba en su nido.

-¡Elele! -le gritaba ella desde abajo-, ¡ele, milano! ¿estás ahí?

-¡Nopi! -respondía el descarado-; estoy ausente.

Esto ya pasaba los límites de lo soportable. La rana se sentía burlada y ofendida. ¡Le había dado casi todo lo que tenía, quedándose más pobre que aquel a quien había prestado y ésta era toda la gratitud que él le mostraba, el muy insolente! Un día de agosto en que las hierbas estaban tan secas que crugían al sol, Dorso-Verde, habiendo comprobado, con un dedo mojado, que su refugio estaba fuera del camino del viento, tomó una cerilla y prendió fuego a la maleza. El viento sopló; en unos minutos la llanura estaba en llamas. ¡Qué humo, qué fuego! Las cañas estallaban. ¡tac!, ¡tac!, petardeaba cada nudo al arder, sonaban como una ametralladora; sus largos tallos calcinados se derrumbaban súbitamente sobre su base y se hundían en la ardiente hoguera. Las hierbas, como una cabellera, se teñían de rojo, de repente, en cuanto las alcanzaba el fuego que empujaba el viento; las llamas chisporroteaban en ardientes torbellinos danzantes que ascendían trepando al asalto de las ramas, abrazando las cortezas, lamiendo las lianas, haciendo bailotear allá en lo alto, en la espesa humareda ardiente el penacho chamuscado de las palmeras.

Enjambres de grillos, escapaban velozmente de sus refugios y huían despavoridos. Los pájaros, alertados, sobrevolaban, las nubes de humo en vuelos tan rasantes como se atrevían para atraparlos.

¿Y el milano, qué era de él?

La rana, le localizó instalado en el lindero del bosque, vigilando la llanura en llamas. Acechaba a las ratas, los ratones y las musarañas que intentaban escapar del fuego.

Súbitamente, abandonaba su puesto de guardia y se le veía planear sobre el incendio que se iba apagando.

De vez en cuando, se dejaba caer en picado sobre la hierba en brasas, y con dos aletazos se elevaba después con su presa entre las garras. El fuego se iba retirando, dejando aquí y allá, mechones de hierba humeante y arbustos chamuscados.

De un viejo árbol enorme, abatido por la tormenta, se alzaba un hilillo de humo que el viento desflecaba y dispersaba. De otro, el ramaje extendido en el aire tibio mostraba sus negras siluetas carbonizadas.

«Este es el momento», pensó la rana saltando como un muñeco de resorte. Y saltó y saltó y saltó hasta llegar a un pequeño altozano de tierra endurecida que sobresalía, no lejos de allí, del suelo ennegrecido y ulcerado.

Se tumbó panza arriba en ese diminuto lugar y dejó expuesta a la luz del sol la blancura de su vientre.

El milano, había visto que algo se movía, pero ¿qué era? Bueno, ¿qué más daba? No era el momento de pararse a dilucidar. Ya lo vería en casa, cuando vacíase su saco. Se precipitó sobre aquella cosa blanca, la atrapó y se la llevó para echarla en su saco.

La rana, no se movió. Se hizo la muerta. Ya llegaría su hora. Esperemosla, como ella, sin impaciencia y, sobre todo, sin decir ni pío.

Desde luego, podría estar en un lugar menos desagradable que en medio de aquella carnicería, confundida con ratones, grillos y ratas.

Pero pronto, en cuanto acabase la caza, en milano volvería a su nido y entonces podría reir a gusto.

¿Quién se quedó pasmado, allá arriba, cuando el cazador abrió su saco?

¡Pues el milano!

-¿Cómo te has metido tú aquí? -preguntó a la rana.

-Eso es asunto mío, señor milano.

-¿Qué vienes tú a hacer en mi casa?

-Vengo a que me devuelvas el préstamo que te hice hace más de diez meses -respondió Dorso-Verde croando con todas sus fuerzas.

-No hace falta que armes tanto alboroto -dijo el muy fresco del milano-. No hace falta escandalizar a toda la vecindad por semejante pequeñez. ¡Mañana, sin falta, tendrás tu dinero!

-Lo quiero ahora mismo. Te conozco demasiado bien como para saber que contigo no se puede dejar para mañana lo que se puede conseguir hoy.

La rana fue implacable, y el milano vio que iba a tener que hacer lo que le exigía.

Se encaminó hacia su cofre, gruñendo, y devolvió a la rana lo que le debía. Le temblaba el pico de rabia. Por fin, dijo:

-Tengo curiosidad por saber cómo vas a poder descender del árbol.

– Pues lo mismo que he subido, bajar es más fácil.

Y para mantenerse despierta, porque estaba segura de que si se dormía, el milano aprovecharía para quitarle su dinero, se puso a cantar a pleno pulmón:

-¡Croac, croac, croac…!

El relente ascendió poco a poco. La noche se hizo azul y las estrellas rebrillaron en lo alto. La rana seguía cantando. El milano temblaba de cansancio. Y, por fin, no pudo resistir más, metió la cabeza debajo del ala, dejó caer sobre sus pupilas las cortinillas de seda de sus párpados, y se durmió.

¡Estaba agotado después de todo el trabajo del día! Y eso era lo que aguardaba la rana para deslizarse silenciosamente entre las presas del milano. Se introdujo hasta el fondo del saco y allí se escondió, lo más lejos posible de la abertura; y se mantuvo quieta y silenciosa, con su dinero en la boca, hasta la mañana siguiente.

Como ella esperaba, al alba, el milano reemprendió la caza, llevando, sin saberlo, en el fondo de su saco a su visitante de la víspera. Dió unas vueltas por encima de la llanura incendiada y, luego, descendió hasta el suelo, planeando. Fue y vino a la búsqueda de animalillos calcinados o moribundos; pero apenas encontró nada, sin duda otras aves rapaces: serpentarios o ibis, habían pasado ya por allí antes para aprovechar los restos de botín.

El sol ascendía y ascendía. El calor se hizo insoportable. Nuestro cazador decidió bajar hasta el río, para refrescarse las patas y las alas.

En cuanto depositó en el suelo su saco, la señora rana saltó fuera triunfante:

-¡Eyó! -saludó ella tirándose al agua.- ¡Buenos días, vecino! Salpicó al milano de pies a cabeza de tal manera, que el muy bribón pensó que ella había saltado al agua desde la altura del árbol.

-¿Desde cuando has aprendido a volar? -le preguntó.

-Desde que tu honradez me dió alas -le respondió ella.

El milano no insistió más. Agarró su saco, se pasó la correa por el cuello y voló con todas sus fuerzas hacia otro país.

Inútil es decir, que allá por donde fuera, no obtuvo ningún crédito. La historia de la rana se había convertido en la canción favorita de todas las ranas del río y los ribereños supieron desde entonces lo nada que vale la palabra de un milano.

(tomado del libro «Sur des lèvres congolaises», pág.182)

texto original: Olivier de Bouveignes, traducción del francés por María Puncel

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