LA OTRA ENMIENDA

7/01/2014 | Cartas

Hace muchísimo tiempo que en Guinea Ecuatorial se nos quiere habituar a la violencia. Sus adeptos, sus enaltecedores, sus actores, han intentado decirnos que esa bestialidad era buena, que es así como se comportan los hombres valerosos, que de esta suerte se protege la patria y la hacienda. Nos han dicho y demostrado que el dinero cuando se quiere, se coge. Que la tierra del otro cuando es buena, se toma sin más. Y si la víctima quiere interponerse, pues allá ella con la desgracia que se le avecina. Ha dado tanto resultado esa divagación que ni autoridades ni testigos se ponen del lado de las víctimas, siempre de parte del agresor. Se identifican con él. O les gustaría ser como él. Es un icono. A veces estar de acuerdo con él es la única manera de sentirse seguro. De la víctima dicen que se lo buscó, que de no ser un incompetente básico nada le hubiese acaecido. Para proteger al criminal si es posible se le juzga a puerta cerrada, velando por no dar a conocer su identidad. Para más protección del criminal se crea un ilícito ex post facto contra quien diga que en este país reina la corrupción (una modalidad gravísima y alevosa de criminalidad organizada contra el futuro y la seguridad de todos).

Esta forma velada de enaltecimiento les dio alas a toda clase de pendencieros y patibularios ecuatoguineanos, quienes de actuar en la oscuridad, de esconder sus acciones, se han tirado a la vía pública donde delinquen apaciblemente porque salvo que tuvieran mala pata, impunidad y desidia oficial están ahí para ellos. En esa vía pública fue atado, torturado y fenecido el joven Jhony Makate. Ahí también le pegaron tiros a un muchacho por invitarle a una copa a la chica de un soldado; ahí en Lampert mataron a otro, sobre el macadán fue ejecutado con arma reglamentaria un padre por asuntos de tendido eléctrico, en la vía pública fue fusilada la camerunesa Martine Angèle Ze Ngongang, y la española Ana-Isabel Sánchez, y un etcétera etcétera. Hace menos de un mes se supo del enjuiciamiento de un grupo de hombres de armas que andando el tiempo se especializaron en estafar a inmigrantes, y de paso se quedaban con la hacienda pública. En ese lapso aprendimos el sacrificio de un comerciante sirio en las cercanías de Ukomba, en pleno Sol, matado como una res, por hombres que sabían a ciencia cierta cómo dar la muerte. También aprendimos que cinco individuos en armas entraron en el domicilio de unos negociantes asiáticos disparando contra su guardián. A los orientales les salvó la Segunda Enmienda a la constitución americana, pues en su domicilio disponían de un fusil. Y en defensa propia mataron a uno de los hombres en armas que allanaron su morada con claras intenciones cleptómanas y homicidas. La ciudad de Bata, en Guinea Ecuatorial, resultará ser, en poco tiempo, un lugar tan peligroso que las mujeres abortarán con tan sólo advertir la sombra de un hombre trepando por un muro o con las armas en las manos, un taxista al volante de su vehículo en horas nocturnas, o un soldado girando por la esquina. En las rotondas y barreras donde acampan los avizores nocturnos los bebés dejarán de lloriquear. Porque jóvenes sin currículo alguno, de espaldas a la civilización, hambrientos de todo de tanto nacer y vivir plebeyos, se han transmutado de la noche a la mañana en soldados o en taxistas o en otra clase de profesionales de execrable formación. Y desde esa atalaya han cultivado las artes del robo, del secuestro y del asesinato. Señoras retenidas por taxistas, agredidas y despojadas de sus pingues economías tienen tantas historias que contar que nos pasaríamos el día escribiendo.

Justiciables chuleados por abogados y jueces prevaricadores son un tumulto. Agricultores chantajeados en las barreras militares son legión. Chuleteros de toda la vida, compradores del boletín de aprobados, se han hecho con títulos de la Universidad Nacional, y han acampado a sus anchas en los juzgados y tribunales haciendo de todo menos de juristas. No reiteraré aquí el largo historial de la violencia de sangre ni de la de cuello blanco en Guinea Ecuatorial, que de ello ya se encargarán criminalistas y sociólogos. Hablaré de esa segunda enmienda que les salvó la vida a los asiáticos de Bata. Es cierto que todos habrían sido pasados por las armas de sus asaltantes de no contar con esa escopeta. Pero acostumbrados ya a la violencia, son muchos los guineanos que afirman que además de considerarlo en estado de legítima defensa suya y de otras personas, a ese chino habría que condecorarlo y regalarle otra escopeta, ésta de dos cañones y además automática, porque ha iniciado una limpieza que el país necesita. Otros añoran la aprobación de una segunda enmienda ecuatoguineana que permita a cada cual tener un arma con la que defenderse de los fulleros cuando éstos quieran entrar en nuestras alcobas y quitarnos la vida o los ahorros. Diciendo esto caen en una doble trampa. La primera es la de haber sido vencidos por esa ideología poscolonial que quiere hacernos admitir que la violencia y la agresión son formas tradicionales en la especificidad cultural de la vida del negro. Que el negro no violento no es un hombre con mayúsculas. Y que deberíamos zarandearnos en una pendencia de todos contra todos porque es la única manera de proteger nuestros derechos y nuestra hacienda. Esta forma de pensar es una perfecta sinrazón impura. Pues aceptando la violencia como única forma de lucha contra la violencia en Guinea Ecuatorial, es, entre otros argumentos académicos, no haberse aprendido ni la letra a de la lección que nos ha legado Nelson Mandela. La otra trampa es aceptar que la lucha contra la delincuencia sea responsabilidad nuestra, de los ciudadanos de a pie, que nos busquemos la vida porque los gobernantes no son responsables del hecho de que un soldado pueda acampar a sus anchas con un arma entre la sociedad, entrando y saliendo de nuestros domicilios cuando le viniera en gana, matando si le fuera menester. Es acceder que los servicios de seguridad vial no sean los responsables de organizar el servicio de taxi, y generar un mecanismo de control y protección que ponga a salvo a los usuarios. Es aceptar que el Estado no sea quien deba prohibir la libre circulación de las armas reglamentarias por el territorio nacional; y haga lo imposible porque los impostores del Derecho no se escudan en las togas ni utilicen los códigos como escudos. Si existe alguna responsabilidad ciudadana en todo esto, si en algo las madres y los padres deberían reflexionar, sería únicamente sobre la pregunta de si saben esos padres y esas madres qué advendrá de sus hijos en un futuro cuando, incultos, desescolarizados, ágrafos y desapegados a la civilidad, acepten que se les ponga un taxi, un arma o una toga entre las manos. Esta es su responsabilidad desde ya.

JF Siale Djangany Jurista y escritor

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