La crítica es fácil, el arte difícil, traducido por María Puncel

21/10/2010 | Cuentos y relatos africanos

Aquel día, Masamba, decidió celebrar una fiesta con sus amigos y sus vecinos, porque le habían nacido gemelos. Envió al mercado a su hermano pequeño.

-Ve -le dijo-, y busca a las alfareras que hacen cacharros, diles que vengan a mi casa con sus útiles de trabajo. Junto al río, en el pantano, hay buena tierra para modelar cuencos y platos. Voy a necesitar muchos para recibir a todos los que me han ayudado y ellas van a tener trabajo para muchas semanas.

El hermano pequeño de Masamba fue a la plaza del mercado, donde suelen estar las vendedoras de cacharros. No era muy espabilado, la verdad, pero era un buen chico que siempre quería hacer las cosas bien.

Vio a las vendedoras, que en espera de clientes, modelaban
cuencos, platos y copas, es decir, toda la variedad de vajilla que se necesita en una buena casa.

Pero, en el momento en que acercaba a ellas para hablarles, vio llegar a un individuo que gesticulaba y hablaba muy alto.

¿A quién hablaba? ¿Qué decía? ¿Qué pensaríais vosotros de un tipo así? Era un hombre que había bebido de más, y que en reali dad no debería estar en el mercado, y desde luego no cerca del puesto donde se vendían vajillas. Se diría que estaba haciendo todo lo posible por llamar la atención.

Vagos, mirones y paseantes le seguían riéndose. Animado por el caso que éstos le hacían, aquel energúmeno zarrapastroso se acercó a las vendedoras de cacharros y empezó a meterse con ellas:
-¿Que eso son platos? ¡Vamos, sólo son vulgares pedazos de ba-rro! Tienen malas formas y ni siquiera están cocidos.
Mientras decía esto se acercaba, trastabillando y dando tras-piés, al lugar en que los cacharros terminados estaban cuidado-samente colocados en hileras y se puso a patearlos y pisarlos, sin más explicaciones.
Naturalmente, este proceder, como ya habréis supuesto vosotros, redujo a pedazos todo el puesto de cacharros.

Una vendedora apenas pudo salvar del desastre una o dos piezas que se llevó llorando.

La gente se arremolinó alrededor del lugar del destrozo y la policía llegó para atrapar al borracho. Cuando se lo llevaban detenido, el hermano pequeño de Masamba, preguntó cándidamente a los policías:

-¿Qué estáis haciendo? Dejad a ese hombre, ¡yo le necesito!

Las vendedoras y los policías miraron a muchacho sorprendidos,

y su asombro fue todavía mayor cuando le oyeron decir muy seria-mente:

-No hay de qué preocuparse. Este hombre es justo lo que yo vine a buscar.

-No sabemos de qué hablas, amiguito -dijo un policía-, ¿estás dispuesto a pagar todo este estropicio?

-Mi hermano pagará, porque necesita un cacharrero y ¡éste es el
mejor cacharrero que podría encontrar! A vosotras, las alfareras, os han hecho falta meses para buscar la arcilla, modelar los cacharros y cocer vuestros cuencos, vuestras copas y vuestros platos. Él no ha necesitado más que un par de minutos para romperlos todos. ¡Es mucho más hábil que vosotras!

No todo el mundo comprendió la lógica de esta explicación, pero puesto que al contratarle como alfarero porque se había mostrado capaz de romper la vajilla, el muchacho se ofrecía a pagar los destrozos, las alfareras consintieron en que se dejara libre al culpable, y que le llevaran para que hiciera cuencos y platos.

Orgulloso de su descubrimiento, el pequeño Masamba, volvió encantado a casa de su hermano mayor.

-¡Oye, oye! -exclamó el pobre hombre al verle llegar con el borracho.

-¿Es éste el alfarero que yo te he encargado que me buscaras?

-¡Es mucho mejor que un fabricante de cacharros! -respondió el muchacho-. Le he visto con mis propios ojos, destruir en unos pocos instantes lo que las miserables alfareras habían tardado meses en fabricar. ¡Tendrías que haberle visto hacerlo!

-O sea, que es muy hábil destruyendo -dijo Masamba-, pero ¿le has preguntado si sabía siquiera modelar un cuenco?

El pequeño Masamba se quedó pensativo un instante, luego, se volvió al borracho:

-¿Sabes modelar un cuenco? -le preguntó.

El otro balbuceó algunas palabras sin sentido, estaba claro que no valía la pena insistir; era evidente que no sabía ni palabra sobre cuencos…excepto sostener uno en la mano, si estaba lleno de cerveza, hasta emborracharse.

Es fácil para un estúpido despreciar la obra de otros y romperla, pero en cuanto a hacerla mejor, o incluso igual, aquí es donde el inocentón de Masamba se equivocó; hubiera debido enterarse bien antes de comprometerse a pagar el destrozo y, sobre todo, antes de llevar a su casa al autor del desaguisado como si fuera una preciosa adquisición.

Seguro que ésto os parece evidente a los que me escucháis; sin embargo, cuántas veces tomamos como verdaderas las calumnias malintencionadas y las fanfarronadas pretenciosas de los charlatanes callejeros.

Son los que critican la obra que hacen los otros.

¿Seguro que ellos saben hacerlo todo mejor? La verdad es que
cuando se les ve intentar hacer algo, es ya tarde para lamentarse, porque si es cierto que saben romper la vajilla, son incapaces de hacerla o siquiera de repararla…

(tomado del libro «Sur des lévres congolaises», pág.199)

texto original: Olivier de Bouveigni
traducción del francés: María Puncel

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