La aventura de tomar el «autobús de las 10» (1), por Alberto Eisman

8/01/2010 | Bitácora africana

Tengo que viajar a la capital y como no tengo coche lo hago con un autobús público. Me dijeron que tomara el autobús de las 10 puesto que –así me lo aseguraron– es uno de los mejores que hay para ir hasta la capital. Me decían que los que salen después de esa hora no son tan seguros, fiables y cómodos.

Pues nada, yo, haciendo religiosamente caso de los consejos de los locales, cambié mi plan de viaje (pensaba salir a las 12) y me apresuré para ir a la parada del autobús antes de la hora prevista. Cuando vi el autobús me alegré de ver que quedaban todavía bastantes asientos libres, con lo cual tiene uno más libertad de movimiento y de elección… pero cuando subí me di cuenta de que no nos iríamos hasta que el autobús hubiera llenado el cupo de sus pasajeros (volveré más tarde a hablar de este término). No sé cuántas personas íbamos sentadas allá, eran todo hileras de cinco asientos, dos a un lado y tres a otro, por lo que me imagino que –a veinte filas de asientos– por lo menos podríamos ir unas cien personas sentadas cuando se llenara el habitáculo.

Mientras que las líneas de más movimiento y solera (como las que unen capitales y algunas ciudades importantes) cuentan con diferentes servicios de más calidad, o como los llaman por aquí «servicios ejecutivos» de autobuses (cuando leo esta expresión, siempre me acuerdo de Manolito, el de las historietas de Mafalda, que siempre vendía sus mercancías calificándolas «para ejecutivos» como método para darles así más calidad y aumentar el precio), por aquí no existen estas sofisticaciones. Estas líneas especiales que menciono no son otra cosa que unos autobuses más lujosos, con asientos más amplios, algún refrigerio, películas o incluso WC en el autobús. A las rutas de otras ciudades, como es la ciudad que nos concierne hoy, todos los pasajeros quieran o no se ven obligados a compartir la misma clase y circunstancias, por lo cual no hay más que aceptar lo que hay: hacinamiento, sillones estrechos que parece que los ha diseñado un torturador pensando en pasajeros anoréxicos y la esperanza de que no haya ningún incidente, avería o pinchazo por el camino.

Hubo un tiempo en el cual el autobús en cuestión tuvo cinturones de seguridad (muy necesarios dada la velocidad que alcanzan los bichos), pero ya están tan ajados que aunque quisiera no los podría utilizar y allí se quedan, tan olvidados que simplemente languidecen colgados de sus asientos y arrastrándose tristemente por el suelo.

Una de las cosas de las que me di cuenta enseguida era el hecho de que por debajo de los asientos había algo así como otro mundo subterráneo y oculto habitado sobre todo por gallinas y pollos. Haciendo más o menos la cuenta creo que el número de gallináceas en el autobús debía ser como la mitad del número de pasajeros. De vez en cuando, posiblemente cuando ven aproximarse demasiado cerca un zapato o un pie, empiezan a cacarear estrepitosamente e intentan inútilmente revolotear, y uno tiene que ir con cuidado. Sé que los precios a los que estos animales se cotizan en el campo es mucho menor que en la ciudad, así que quién más y quién menos intenta también comprar aprovechando la bonanza de precios para luego poder ganar algo de dinero o simplemente para regalarlo a los parientes que haya en la ciudad, los cuales aceptarán encantados el presente.

Miro el reloj y han pasado ya muy de sobra las 10, pero todavía la cosa no tiene visos de ponerse en marcha. Parece que aprovechan y que harán esperar al Sursum Corda con tal de cubrir los pocos asientos que ya quedan. Menos mal que no voy con prisa, porque si fuera con la hora pegada al culo o tuviera en la capital alguna reunión a una hora específica casi seguro que no llegaría a tiempo.

Me fijo en las personas que están viajando conmigo y admiro a una madre que entra con una bolsa, con un bebé colgado del brazo, y por si fuera poco también trae un par de pollos. Tiene que hacer malabarismos para poder avanzar y es un milagro que la bolsa, el niño o los pollos no terminen por el suelo. Luego hay otra señora con un vestido de color rojo que lleva ostentosamente una muleta… imagino que será porque tendrá alguna invalidez o limitación de movimientos. Me quedo mirando qué es exactamente lo que le puede pasar porque la señora se mueve más que un garbanzo en la boca de un viejo, parece que tiene el mal de San Vito, no para: se sienta, se levanta, saca algo de la bolsa, se vuelve a sentar, va para la zona delantera del autobús, vuelve, habla con alguien, se queda en el medio del pasillo obstaculizando a la gente que entra (todo esto con la muleta en ristre)… menos mal que la pobre está algo impedida, porque si llega a estar bien vuelve loco a todo el pasaje.

Luego hay otra figura que siempre me encuentro en mis viajes y que hace que me sulfure interiormente: normalmente es una pareja, ella es mucho más joven que él y acarrea tres o cuatro niños y alguna bolsa (los niños grandes ya tienen asignada también una pequeña maleta o bolso) En esto, él va la mar de ancho, estirado y orgulloso con su sombrerito y su bastón, como si fuera Antoñito el Camborio versión africana, y se apalanca en su asiento sin casi mover un dedo para ayudar a la mujer (a estas alturas está claro que es su esposa), la cual se afana para poder acarrear todo lo que tiene entre manos. Repito, es una estampa que me encuentro prácticamente en cada viaje y parece como si el mostrarse algo humano y caballeroso estuviera sancionado con algún castigo atávico. Me da pena por la mujer y también por los niños que en su día, salvo honrosas excepciones y si Dios no lo evita, repetirán los roles familiares que están viendo en tan tierna edad.

Aparte de tales compañeros de viaje, el pasillo está lleno de vendedores ambulantes que ofrecen las más variadas mercaderías: líneas de teléfono móvil, huevos duros, calcetines, espejos, peines, zapatos, bebidas, yogur, galletas, alguno incluso con mantas y manteles… aunque haya pasajeros que están entrando y que necesitan algo de espacio para encontrar sus asientos, ellos van a su bola y se posicionan en el medio del corredor con gran desparpajo, esperando que los pasajeros se animen a comprarles algo. En algún momento he llegado a contar hasta seis al mismo tiempo en medio del autobús. Eso sí que es celo comercial (o instinto de supervivencia, nunca se sabe), los más lanzados hasta hacen una nueva ronda unos minutos después de la primera visita en la esperanza de captar a algunos de sus clientes más indecisos. (Continúa)

Original en

http://blogs.periodistadigital.com/enclavedeafrica.php

Autor

  • Eisman, Alberto

    Alberto Eisman Torres. Jaén, 1966. Licenciado en Teología (Innsbruck, Austria) y máster universitario en Políticas de Desarrollo (Universidad del País Vasco). Lleva en África desde 1996. Primero estudió árabe clásico en El Cairo y luego árabe dialectal sudanés en Jartúm, capital de Sudán. Trabajó en diferentes regiones del Sudán como Misionero Comboniano hasta el 2002.

    Del 2003 al 2008 ha sido Director de País de Intermón Oxfam para Sudán, donde se ha encargado de la coordinación de proyectos y de la gestión de las oficinas de Intermón Oxfam en Nairobi y Wau (Sur de Sudán). Es un amante de los medios de comunicación social, durante cinco años ha sido colaborador semanal de Radio Exterior de España en su programa "África Hoy" y escribe también artículos de opinión y análisis en revistas españolas (Mundo Negro, Vida Nueva) y de África Oriental. Actualmente es director de Radio-Wa, una radio comunitaria auspiciada por la Iglesia Católica y ubicada en Lira (Norte de Uganda).

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