Enfadados, por Nuno Cobre

30/10/2013 | Bitácora africana

VEN, ENTRA. BIENVENIDO A MI CASA. Este sofá blanco que ves es lo que más me gusta de mi salón, junto a la cocina de azulejos color remolacha que observas al lado. El muchacho africano que se pasea lentamente por la cocina se llama Juliel. La pareja de pelo blanco que acaba de entrar son mis nuevos vecinos suizos Hans y Olga.

Juliel suele venir los martes para ayudarme en las tareas domésticas. Habla poco y se desliza siempre por la casa como si llevase calcetines, con una discreción que alivia los sentidos. Juliel sabe exactamente lo que hay que comprar en el supermercado o en las tiendas locales. El arroz o la pasta siempre están listos para los dos, así como el mango y la papaya que descansan perfectamente cortadas. Juliel acostumbra a pronunciar tres frases al día si llega, pero hoy martes aún no ha abierto la boca.
Hans y Olga. Mis nuevos vecinos suizos son una pareja que superan holgadamente los sesenta años. Han llegado hace poco a África donde Hans trabajará en la construcción de un puente como arquitecto técnico. Se han acercado los suizos desde su chalet que da al mar y se halla en el mismo compound que mi apartamento. Ya conozco su chalet. Estuve allí la semana pasada y pude disfrutar desde la terraza de unas vistas paradisíacas que vislumbraban la playa y varios veleros pacíficos. Aquel día, la pareja me invitó a pasar al salón de la casa y lo encontré tremendamente espacioso, decorado por una gran librería de madera barnizada, unos jarrones de porcelana, sofás traídos de Europa, piso de mármol y habitaciones extensas que dejaban pasar la luz a través de enormes ventanales. En cuanto a las antenas que vi en las esquinas del salón, venían a ser unos palos de golf, deporte favorito de la pareja.

El zinc y la búsqueda.

Volvamos a mi casa. Mis vecinos suizos han entrado con una cierta reserva repleta de adrenalina, como los niños que esperan a que la madre de su amigo les deje correr por el jardín. Así que nada más poner un pie dentro de mi casa me han saludado con alborozo, abrazos y luego han mascullado algo sobre el casero sirio. En realidad Hans y Olga, no están en mi casa para hacer una visita de cortesía al vecino, sino para comparar.

Juliel permanece en la cocina de remolacha, sacando una sartén sin ruido, limpiando un cuchillo en silencio. Tras los saludos, Hans exclama dirigiéndose a Olga, “¡Fíjate en la madera de la mesa!, parece fresno traído de Europa”. “No creo que nuestro fresno venga de Europa” acompaña la mujer, para recalcar lo lamentable del hecho, y a renglón seguido saca una foto de la mesa y luego otra de la cocina, que provoca un ligero fruncimiento en el labio de Juliel y un reflejo brillante en la punta del cuchillo que sostiene el muchacho.

En esto, Olga se dirige a la cocina como un rayo y comienza a abrir las gavetas una por una como si buscase un rubí o las llaves de un tesoro. Cuando termina la operación, se da media vuelta y pone sus manos en jarras, “las de él encajan”, le dice a Hans, antes de tomar una nueva fotografía. “Las nuestras –aclara el suizo- no acaban de cerrarse completamente, siempre sobra como unos milímetros que permiten ver lo que hay dentro de la gaveta: platos, cucharas, cuchillos. Inaceptable”.

Juliel se ha apostado ahora en una esquina pasivamente, con un rostro serio y concentrado. Hans da un paso y señala la televisión y luego levanta las manos para decirme con un tono chillón que en su casa la televisión no es de plasma. “No es de plasma”, corrobora Olga y tras varios lamentos y suspiros, la pareja se funde para caminar rápido delante mía y pasar a otra estancia de la casa. Los sigo. Ahora estamos en mi cuarto. Desde la ventana se aprecian algunas chabolas de zinc, gente sin apenas ropa deambulando entre las rocas buscando algo de comida.

“Estamos hartos de este casero sirio, Nuno –Hans abre sus ojos para enfatizar- ¡no tenemos bañera!”. “Pero, en vuestra casa… ¿hay duchas como en la mía, no?”, pregunto estúpidamente. “Sí, duchas hay, pero no es lo mismo. Queremos bañarnos, sabes, tendernos en la bañera rodeados de espuma, esas cosas”, dice Hans a la vez que Olga afirma una vez con la cabeza. Luego Hans se interna en el baño para tocar las cortinas de la ducha con sus dedos como si liase tabaco y me revela que sus cortinas tienen unos dibujos de lo más desagradable, “elefantes y otros bichos”, confiesa Olga tras sacarle otra fotografía al baño y adornarlo con un “ja”, dando la impresión de que ha obtenido una prueba decisiva.

La pareja abre las puertas de los otros cuartos, no dicen nada cuando descubren un diminuto baño, mi sosa habitación para invitados. Esta vez no hay fotos, sino balbuceos dedicados al casero sirio. Volvemos al salón. Juliel tiene ahora encajado su rostro entre las dos manos y sus codos se apoyan sobre la encimera roja llegando a rozar el cuchillo. Y Olga se pone a hablar contando con los dedos. “Necesitamos otro microondas, una televisión de plasma, más cubiertos, un mantel nuevo, jarrones, plantas que decoren la casa…”. Y mientras Olga sigue enumerando las carencias, Hans lo interrumpe para decir que además el frigorífico es muy ruidoso, “y así no se puede dormir”.

Yo miro las llaves que están sobre la mesa del comedor. Juliel despega sus codos de la encimera, se incorpora. Esta vez es el marido el que saca la última fotografía desde la puerta de la entrada para tener una mejor perspectiva del salón y la cocina. A continuación, Hans me da la mano, Olga me da dos besos, y los dos me saludan desde el umbral de la puerta agitando sus manos como veletas histéricas y desaparecen tras cerrar la puerta. Pom.

Ni Juliel y yo hablamos durante unos minutos. Yo he colocado unos papeles encima del sofá, he dado unas vueltas absurdas por la casa antes de llegar a la nevera cuya puerta abro. Entonces escucho decir algo con voz apagada y profunda a Juliel. “¿Perdón?”, le digo. “He perdido a mi madre”, repite él. Y me quedo sujetando la puerta de la nevera que permanece abierta durante unos segundos interminables. Juliel y yo nos miramos en silencio bajo una sensación de hielo y nieve. Justo después puedo ver a través de la ventana del salón como las cabezas de Hans y Olga salen del compound a un ritmo rápido y ligero. “¿Cómo fue?”, pregunto a Juliel. “Fue al hospital, tenía un quiste en las axilas, se lo quitaron, no sé, y anoche murió”, dice Juliel con la misma voz apagada. Sigo con la puerta de la nevera abierta. ¿Qué edad tenía tu madre?”, vuelvo a preguntar. “Cuarenta y tres”. Cuarenta y tres, un quiste en la axila. Juliel pone en la encimera un sobre lleno de fotografías. “El entierro”, me dice. Abro el sobre y puedo ver a Juliel rodeado de mucha gente y empujando un ataúd negro. Sigo pasando fotografías hasta que algo me hace levantar un poco la vista y vuelvo a ver a Hans y Olga entrando muy rápido en el compound. Parecían muy enfadados, diría que indignados.

(*) Nuno Cobre vive, escribe y publica su blog Las palmeras mienten desde algún lugar de África que prefiere no desvelar. Otra manera de ver el continente, con el cuerpo fisicamente allí, pero con los recuerdos y la mirada de un mundo más occidental, que irremediablemente van y vienen.

Original en : Blogs de El País . África no es un país

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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