En el país de los gigantes, por Juan Tomás Ávila Laurel.

9/12/2014 | Bitácora africana

Aquí estoy otra vez, en Malabo, la capital de la que tanto se dijo desde la Dirección General de Marruecos y Colonias y que hoy está en manos de los herederos, casi, del moro Hassan. Tomé un avión, luego otro en Madrid y me acomodé en los tres asientos que me correspondían, este hecho que, por repetido en mi caso, ya va siendo sospechoso. Y ahí me lancé a la nada del viaje, pensando en los calores del recibimiento, hasta que el piloto y yo nos dimos cuenta de lo que ahí pasaba. Cuando iba ya a abrir mi boca para pedir explicaciones al asesor de vuelo que tenía más cerca, un hombre que creía en la corrección y en todo lo demás en el trato con los necesitados del café, el mismo comandante abrió la boca y dijo que algo se había roto del avión y que nos volvíamos a Madrid. ¡Aleluya!, fue lo que soltó una cristiana furiosa, quien desde aquel momento abrió su corazón al Señor, dispuesta a ser llevada a las alturas más insospechadas. En realidad nos salvamos por dos mujeres, la del aleluya, cuya función apenas vi, pues me dormí, y otra de más edad que hizo todo el viaje con una imagen de Cristo, de estas con barba, con apariencia de ser un hombre lleno de carisma.

Nos dieron la cena, y a saber lo que fue, y pusimos las ruedas en el Aeropuerto Internacional de Malabo, la punta de lanza de este petroleado país llamado Guinea Ecuatorial, antes república hasta que el general-presidente Obiang hizo acto de presencia. Enfilamos el túnel, vimos a los pesquisidores que persiguen, todavía en el aire, a los extranjeros, y antes de mostrar tus dientes brillantes te saluda la brigada de prevención contra el ébola. O sea, en el avión te dan una hoja en la que te piden unos datos y debes decir sí o no a una batería de preguntas. Insuficiente a todas luces. Pero la realidad no se para ante la ignorancia, menos en Guinea, y antes de que abras la boca te apuntan con la pistola en la frente, algo que, aunque no lo admitan algunos, es doloroso. Fue cuando me acordé de este dolor tenaz de cabeza que tuve unos días antes de tomar el avión. Un dolor tan fuerte, el de esta pistola, que tiene carácter retrospectivo. Pero vi la traza de lo que era, miré a los miembros de la brigada, recordé las preguntas, incluido el error ortográfico, o varias faltas, y pedí que el Dios de las anteriores señoras nos pillara confesados. Recuerdo mi caso, íbamos en fila y la pistola descargaba lo que tuviera en nuestra cabeza y soltábamos en sus manos lo que entendían por un cuestionario. Y a casa; si hubieras presentado fiebre, te detienen, te llevan al Blay Beach y te aíslan. ¿ O no? Porque dudé tanto de la efectividad de la pistola como de la brigada y todo lo demás. Y porque, ¿cómo me localizan si mirando aquella máquina descubren que sí padecí fiebre atroz durante el viaje y que no fue por miedo a que nos desatendiera el Creador? Lo digo porque no di teléfono alguno, y no tenía intención de tenerlo, sea verdad la dicha. O sea, aquello era la brigada de prevención del ébola, como para decir que estamos salvados.

Nota aparte: Sé que el mundo está lleno de gente que odia a los negros y sé, como todos ahora, que él ébola hace estragos en tres países poblados de hombres y mujeres de raza negra. Así que voy al grano: aparte de que no previene nada, y porque podría no tener ningún síntoma a la hora de presentarme a la máquina, sé que la pistola de la que hablo se ha fabricado para delatar a los que se han contagiado de una enfermedad de negros, o por ahora. Como se ha hecho para ellos, está bien decir que habiendo tantos que los odien, primero me expliquen los efectos de la misma en la cabeza de los pacientes, para no llevarme la sorpresa de que seamos los últimos en contar la última ocurrencia de los que deciden las cosas por nosotros. Y es que soy tan mayor que cuando veo que los ricos hacen el paripé entiendo que hay que buscar las causas.

Los trámites fronterizos fueron rápidos, y porque el avión no estaba lleno, y más de un vip habría habido entre nosotros, mozalbetes que son lanzados de la universidad, la de aquí, y luego tienen que ir a todos los sitios con la chapa del PDGE en los calzones o con la de Guinea, por si acaso un guardián de las buenas formas les sorprende en un callejón y no saben honrar a la patria, etcétera. Pues estos viajaban en lo que sería primera, con estos sillones tan anchos para más comodidad, y todavía no son ministros ni hijos de papá. Que no digan que hay falta de dinero en el país. Tomé el cacharro de mis amigos y buscamos la capital. En el camino empezamos a hacer eses y zetas y llegamos a la trampa de unos jovencitos vestidos de negro, quienes nos requirieron la nacionalidad por la vía de la lengua, pero en este protobantú nasal cerrado que hablan los generales de este lugar. Lo que querían aquellos jovencitos era que hablásemos para que supieran que no estaban ante extranjeros, gente que si así fuera, con la que entablarían una conversación sobre sus rentas mensuales, etc. Entonces llegó mi turno y les dije que era annobonés, pero del centro. ¿No ves la marca acá?, le dije, todavía mosqueado de que reclamara mi procedencia central y no otra especificación conocida de la isla. Nos dejó, pero mientras estuvimos, mis compañeros grandes guineanos, adoptaron una actitud tan tranquila que daba envidia, señal inequívoca de que conocían el tema.

Salvado aquel trámite, el más joven, todavía risueño, me aseguró que los militares eran tantos en el país del marido de Constancia Mangue que inventaban aquellos menesteres para tenerlos ocupados, y justificados sus sueldos. Entonces van a la penumbra, y con nocturnidad, paran a todo cristiano y piden los papeles, y sin son negros sin poder, africanos de aquí al lado, los obligan a abrir los bolsillos porque algo han de comer los que defienden la patria. Eso a las tantas de la noche. Y cuando estaba ahí requerido por aquel jovencito, seguro que no sabía que soy del año 1966, recordé algo que en mí ya es recurrente, la autocompasión. Porque en más de una ocasión pensé que morir a manos de unos jóvenes imberbes, en la nocturnidad de una carretera, no parecía el destino más ajustado a mi vida. Y lo digo porque tampoco creo que debo aguantar los abusos de unos nenes incircuncisos que son soltados por los que mandan para mantenernos en el miedo. Sí, autocompasión, mira qué muerte más tonta.

Pues me he enterado de que Agustín Nze Nfumu quiere ser Secretario General de la Francofonía. Pues cuando lo vea, le preguntaré cómo un hombre con un verbo tan florido no ha pedido ser el Ministro de Defensa, para explicarnos a todos la historia de cómo muchos negroafricanos son vejados en su país a cuenta de unos sueldos que nadie jamás sabrá justificar, hasta que la Guinea entera dependa otra vez de las instituciones de ayuda. Claro, porque nadie habla ahora de lo que debería estar haciendo la juventud, en vez de perseguir a negros en los barrios y caminos de toda Guinea.

Llegué a casa a las tantas y fue cuando me dije, !mecachis!, mira que mientras el avión estaba dando vueltas sobre aquel río, perdiendo el tiempo para quemar combustible, pude haber pedido al piloto que se acercara al río y me permitiera llenar de agua unos bidones que me prestaran, y así llegaría a casa con agua para limpiar. Sí, era agua de color verde, como es costumbre en los ríos de toda Europa, pero agua era al fin. Porque con la forma de hacer las cosas, y sin fontaneros que supieran hacer nada, estamos a seis años del 2020 y no hay trazas de que en tan poco tiempo cualquiera entre a una casa guineana, abra el grifo y salga agua de calidad. Porque si las aguas de lo que lleva el pomposo nombre de “agua para todos” fueran buenas, un general, de estos que sólo hablan este protobantú nasal cerrado, no se ducharía con agua embotellada traída del extranjero más lejano. (Al poner entre paréntesis que esta “agua para todos” llega a algunos barrios es para decir que casi es testimonial. Entonces, ¡cualquiera se fía!).

Estoy otra vez en el país de los gigantes y sé que, otra vez, no entenderé nada, hasta que llegue un día y todos queramos entender qué pasa con los hilos de nuestros destinos inmediatos.

Original en :FronteraD

Autor

  • Ávila laurel , Juan Tomás

    Juan Tomás Ávila Laurel, escritor ecuatoguineano nacido en 1966 en Malabo, de origen anobonés, actualmente reside en Barcelona. Su obra se caracteriza por un compromiso crítico con la realidad social y política de su país y con las desigualdades económicas. Estas preocupaciones se traducen en una profunda conciencia histórica, sobre Guinea Ecuatorial en particular y sobre África en general. Tiene más de una docena de libros publicados y otros de inminente publicación, entre ellos las novelas y libros de relatos cortos La carga, El desmayo de Judas, Nadie tiene buena fama en este país y Cuentos crudos. Cuenta también con obras de tipo ensayístico, libros de poemas y obras de teatro.

    En Bitácora Africana incorporamos el Blog "Malabo" que el escritor realiza para la revista digital FronteraD. Desde CIDAF-UCM agradecemos a la dirección de FronteraD y a Juan Tomás Ávila Laurel la oportunidad de poder contar en nuestra Portal del Conocimiento sobre África con esta colaboración.

    @Avilalaurel

    FronteraD - @fronterad

Más artículos de Ávila laurel , Juan Tomás
Africana nº 220: África Hoy

Africana nº 220: África Hoy

  El informe que presentamos pretende ser la foto real de África hoy. Un reto complicado. El autor del mismo, el P. Bartolomé Burgos,...