El primer hombre en Marte, por Rafael Muñoz Abad

16/09/2020 | Bitácora africana

img_20190822_175543.jpgLos ladrillos de Pretoria son ocres y su cielo arañado una acuarela azul intenso. El aire frío de sus mañanas invernales te despierta y oxigena sus generosas calles cóncavas teñidas de añil bajo un manto de jacarandas que ya son iconografía. El encuentro siempre es azaroso y a los que nos rige el posesivo planeta rojo, nos lo vamos tropezando en muchas esquinas de la caprichosa geografía terrestre. Y lo cierto es que no hay que ir muy lejos pues un atardecer en el collado del Teide es un paseo por Valles Marineris. El que escribe, que conoce más África austral que la geografía hispana, ya ha estado en Marte pues una caminata por cualquier cañón rojo de la región de Karas, Namibia, te convierte en The martian sin escafandra. La geología se desnuda ante ti en una paleta de ocres, la tierra escupe sal y agarras la arena naranja a ver si realmente es así o dios la pintó. Tengo más rocas marcianas en casa y botellas de arena teja que la mismísima NASA.

Pero centrémonos en el primer hombre sobre Marte o mejor dicho, en sus descendientes. Aquella tarde ya con el sol bajo la sotana de la noche y a la espera de que los buses llenos de japos se fueran del Union Building y la enorme efigie de Nelson Mandela, me dispuse a tomar buenas fotos con la función automática. Y es que no ser consciente de tus limitaciones agotará la suerte.

Cualquier comparación con Madiba te torna en un enano, así que a los pies de un Mandela metálico de casi 20 metros, directamente pasas a no existir. A su vera, se extendía un campamento con carteles contra el actual gobierno negro de Sudáfrica en el que unos tipos color centeno, fuertes y vestidos con taparrabos, acusaban al ejecutivo de no reconocerles como The first nation of Southern Africa.

Los bushmen son de la gente más antigua del globo. Su cuerpo ágil y menudo se ha adaptado a las limitaciones energéticas en forma de agua y comida que la cuenca desértica del Kalahari les ha ofrecido desde la noche de los tiempos. Cuando nazca el primer niño en Marte, su organismo estará condicionado por un tercio de la gravedad terrestre y no podrá volver a la tierra- si aún existe – porque sus órganos sufrirían aplastamiento. La gente bushmen camina distinto y al igual que un cheetah, pasan más tiempo en suspensión que en el suelo. Y hacen bien en estar en el aire… Se mueven lo justo y su eficiencia energética debería ser estudiada. El gobierno no los reconoce como uno de los once grupos humanos que vertebran la complicada Sudáfrica. Paradójicamente, sus pinturas rupestres de caza sí que aparecen en el billete rojo [marciano] de R50 pero el ejecutivo no los escucha. Mirándome fijamente con sus pequeños ojos rasgados en cuchilla y pelo ensortijado me explica: “I´m not a coloured man, producto del fornicio entre un colono holandés y una negra”, me explica amargamente resaltando que el término coloured – que no requiere de traducción – es despectivo para ellos y debe ser retirado pues ofende su linaje.

Sí, los bosquimanos del gran cuarto vacío del desierto del Kalahari aún viven como lo hacían sus ancestros bajo las estrellas hace mil años; quizás los últimos hombres libres y también el primer hombre que ya ha vivido en el planeta rojo pues llevan generaciones descalzos sobre un pedregal naranja.

“Mi pueblo ya estaba aquí antes de la llegada de los negros y evidentemente del hombre blanco, su libro de dios y su carromato tirado por bueyes del siglo XVII. Con lo que este país ha sufrido con el apartheid, ¿cómo es posible que un gobierno precisamente negro niegue la existencia al primer pueblo de esta tierra ocre manchada en sangre?” Jocosamente, apoyándome la mano en el hombro y levantando una cerveza me comenta: “Incluso el viejo jefe blanco – me señala incisivamente – nos dio mejor trato que este gobierno corrupto y enfermo en avaricia, para los que somos fauna y flora que enseñar al turista.”

A casi una milla sobre el nivel del mar, Pretoria en invierno es un congelador y aun así la charla duró hasta las tres de la madrugada con una fogata a pies de la enorme imagen de cobre y níquel de Mandela. De traca. Tengo una hora de grabación con el amigo y un anciano bosquimano de más de 90 años que es el heredero al trono de la nación Bushmen…Y allí siguen cual atracción turística hasta que se les reconozca, no me pidieron nada, ni dinero ni comida y a todo me invitaron. ¿Qué cómo hablé con los tatarabuelos del primer hombre en Marte? Pues como South african de orfanato, en el inglés masticado local con alguna palabra en Afrikaans trufada y ellos metían los clicks chasqueantes de su curiosa lengua materna con la que agujerean el habla impuesta del estúpido y pretencioso hombre blanco.

Centro de Estudios Africanos de la Ull

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Autor

  • Muñoz Abad, Rafael

    Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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