El huevo de Pongo-Pongo, traducido por María Puncel

27/10/2010 | Cuentos y relatos africanos

Nunca hay que desesperar. Siempre se puede aprovechar la mala suerte y lograr que nos resulte útil. Si no se consigue hoy, ya veréis por la historia de Kalulu, que se consiguirá mañana o al otro.
Kalulu, la liebre de la que os hablo, la liebre de pelo corto, pequeña, pero astuta; Kalulu, estaba un día brincando por la hierba cuando se topó, de repente, con un gran bulto blanco. ¡Era tan grande como una casa! ¡Imaginaos la impresión que se lleva-ría! Era la primera vez que se encontaba con una cosa tan extraordinaria y tan monstruosa.

Primero retrocedió, murmurando mil excusas, por si acaso. Nun- ca se sabe. Quizás habría molestado a su… Pero la gran cosa blanca no se movió más que si un pulgón le hubiera dirigido la palabra.

La liebre se le acercó más, dio la vuelta a su alrededor, retrocedió, dudó, volvió sobre sus pasos, olisqueó aquella cosa, que no olía a nada, la lamió sin encontrarle sabor a nada, la golpeó sin oir nada.

-Bueno, bueno -dijo el animalillo fanfarroneando-, ya veo que nada tengo que temer de ti.

Y después de haber dicho esto mordió la cosa y la cascó. Y todo su contenido se derramó por el suelo. La liebre apenas tuvo tiempo de escapar a la inundación. Después se acercó prudentemente al borde del líquido. Mojó una pata y se la chupó. ¡Estaba buenísimo! ¡Delicioso! Así que lamió todo lo que pudo. Cuando volvió a su casa tenía la tripa tan redonda como una calabaza. Se sentía repleta, la muy pilla.

Sí, pero, apenas había tenido tiempo de abrir la cerradura de su puerta cuando oyó detrás de sí un estruendo como el ulular del viento tormentoso entre los bambúes.»¡Uhhh, uhhh, uhhh…!» rugía el vendaval. Y, al mismo tiempo, Pongo-Pongo saltaba a tierra gritando:

-¿Quién ha roto mi huevo, el huevo de Pongo-Pongo?

No había tiempo que perder, si Kalulu quería salvar su vida, su pequeña vida de liebre a la que tenía tanto apego; no, en verdad, no había tiempo que perder. El terror le dio alas. Llegó a la casa del elefante.

-Entra -le dijo Tembo-, y tranquilízate un poco. Ya me contarás después.

-¡No, no, tiene que ser ahora mismo! tengo que decirte…

-Pero, ¿de qué tienes miedo? ¡Estás en casa del elefante!

-Tengo miedo de Pongo-Pongo, esta loco de furia porque he roto su huevo… ¡Me atrapará con sus uñas y me desgarrará, me hará tiras! ¡Ay, ay, ay, mis pobres huesecitos…!

-Ya quisiera yo ver al atrevido que osase tocar un pelo de tu cola. Nosotros, los elefantes, no tenemos ningún miedo de un
ave, aunque…

El valiente elefante no añadió ni una palabra más: justo en aquel momento un espantoso estruendo sacudió el ramaje de las palmeras, una nube de polvo y de hojas muertas pasó en tromba ante la cabaña. El enorme animal empezó a temblar sobre sus gruesas patas rugosas. El terror hacía estremecerse su piel que aparecía floja y grisácea; y la trompa le colgaba lamentablemente inmóbil por delante, como si para él hubiera llegado el final de los finales del fin del mundo.

La liebre, tuvo la buena idea de largarse por el fondo de la cabaña.

-¡Has dado refugio a la criminal que ha roto mi huevo! -rugió Pongo-Pongo fuera de sí.

-¡Jamás un desatino parecido se me hubiera pasado por la cabeza! -respomdió el elefante.

-¡La he visto entrar en tu casa! -rugió todavía más fuerte Pongo-Pongo y atrapando al elefante entre sus garras, se puso a desgarrarlo y a hacerle mil pedazos allí mismo.
* * * *

Durante esta horrible escena, la liebre había tenido tiempo de llegar a la guarida del león.

-Entra, entra, -animó a la liebre-. Oye, cualquiera diría que vienes muerta de miedo.

-Es de Pongo-Pongo de quien huyo muerta de miedo. Está furioso porque he roto su huevo y me persigue para hacerme pedazos.

-Tan cierto como que soy un león, lo es que no tienes motivos para tener miedo. Siéntate, por lo tanto, y recobra el aliento.
Apenas había acabado de hablar el león, cuando un horrísono silbido sacudió los grandes árboles de la selva. Era Pongo-Pongo.

Cuando el león le reconoció, se quedó sin palabras. Y la libre se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer que largarse por el fondo de la guarida.

-¡Has dado asilo a la criminal que rompe mis huevos! -gritó Pongo-Pongo, encarándose ferozmente con el león.
El rey de los animales sudaba la gota gorda y… no sé hasta donde pudo abajar y esconder el orgulloso pompón de su cola, signo de su valentía y su audacia.

-¿Me ha oído? -volvió a gritarle Pongo-Pongo.

-Yo me guardaría muy bien hacer una cosa así -murmuró el león.

-¡Pues yo la he visto entrar en tu guarida!

Y, antes de que el león pudiera pronunciar una sola sílaba más,se encontró entre las garras de Pongo-Pongo y el suelo quedó sembrado de sus restos.

Durante esta espantosa ejecución, a la liebre se le ocurrió buscar refugio junto al búfalo, pero el búfalo había oído el angustioso barritar final del elefante y el terrible lastimoso último rugido del león. Y no estaba en absoluto dispuesto a ser la tercera víctima de la función.

-Sólo puedes hacer una cosa -le dijo a la liebre- corre todo lo más veloz que puedas hasta la fragua de Oloshiankoni, el herrero. No se me ocurre que ningún otro sea capaz de…
La liebre no esperó a oir nada más. Estaba ya en la herrería de Oloshianoski suplicándole:

-¡Por favor, por favor, deprisa buen herrero, escóndeme! Pongo- Pongo me persigue, quiere romperme los huesos, mis pobres huesecillos…porque… porque…

-Muy bien -respondió Oloshiankoni-. Escóndete detrás de la fragua y mueve el fuelle que aviva el fuego tan fuerte como puedas.

Os aseguro que Kalulu no había hecho en su vida nada con tanto entusiamo como mover en aquel momento el fuelle del fuego.

Mientras tanto, Oloshiankoni echó cuatro hierros sobre el fuego.

Con el impulso que Kalulu estaba dándole al fuelle, los hierros se pusieron enseguida al rojo.

¡Y ya era hora!

Porque llegaba Pongo-Pongo con su estruendoso chillido que volvía todas las hojas al revés. Hasta el yunque bailoteó cuando el monstruo entró pateando el suelo.

-¿Dónde la has escondido? -bramó al herrero.

-¿A ti qué te importa? -le respondió Oloshiankoni sin que le temblase la voz.

-¡Hazla salir de su escondite o ahora mismo te arrancaré la piel y la carne hasta hacer aparecer la médula de tus huesos!

-¡Ya has charlado bastante! -le dijo Oloshiankoni.

Y ¡zasss…! le lanzó el primer hierro, y le quemó el ala derecha, la que era tan poderosa que hacía dispersarse a las nubes. Le lanzó un segundo hierro y le quemó el ala izquierda.

Le tiró un tercero y le quemó la garganta de la que salían las arrogantes amenazas. Por fin, lanzó un cuarto hierro y acabó con el horrible animal porque le rompió la cabeza.

-Gracias por haberme salvado la vida -agradeció la liebre dispo-niénse a partir -me voy a toda velocidad a mi casa para tranquilizar a mi mujer y a mis hijos.

-No -aseguró el herrero-; no te vas a ir a tu casa tan deprisa.

Te vas a quedar aquí, porque al salvarte la vida, te he conver-tido en mi esclava. Bueno, no tendrás mucha faena que hacer; me propongo entregarte a mis hijos como juguete. Te amaestrarán y te obligarán a hacer piruetas. ¡Ya verás cómo te vas a divertir! ¡Qué remedio!

Durante largos meses, la pobre Kalulu sirvió de juguete a los hijos del herrero. En cualquier momento la llamaban para que
les divirtiera. Y cuando Kalulu no conseguía hacer las cabriolas que le exigían, la azotaban.

Una vida así resultaba insoportable. Kalulu se juró que conse-guiría que los pequeños Oloshiankoni se hartasen de ella. Para empezar se puso a hacer todo lo contrario de lo que le ordenaban, les mordía, ensuciaba la casa, rompía la vajilla.

-Juraría que lo hace con toda intención -dijo un día la mujer del herrero-. La venderemos, ya no nos sirve para nada; se ha convertido en un animal memo.

Así que, como último remedio, Oloshiankoni se la vendió a Nanda, la serpiente.

A Kalulu no le hizo ninguna gracia, porque el cambio supuso un castigo peor que el de servir de juguete a los hijos del herrero.

En cuanto desobedecía, Nanda la atrapaba entre sus anillos y la estrujaba hasta que le crugían los huesos. Y no aflojaba hasta que a punto de ahogarse, la pobre Kalulu prometía obedecer.

Pero Nanda tenía un punto débil que Kalulu descubrió pronto: ella, que no temía a ningún animal, era presa de terror cuando veía acercarse a un humano. Inmediatamente se ocultaba en su agujero y no salía hasta que estaba segura de que el enemigo se había alejado.

-Mi ama -le dijo Kalulu después de haber presenciado esta escena humillante varias veces-, ¿por qué sientes ese pavor cuando ves un hombre? Es una debilidad indigna de ti ¡y te sería tan fácil librarte de ella!

-¿Cómo puedo librarme de ella? -preguntó Nanda-, cuando he visto a mi padre y a mi abuelo y a mi bisabuelo temblar de la misma manera en cuanto veían un hombre?

Kalulu no se dignó explicar nada durante un tiempo.

-Y bueno, ¿me vas a contestar o no? -apremió Nanda.

-Me has estrujado hasta casi estrangularme -replicó Kalulu-,¿y quieres que ahora te cuente mi secreto? ¡Paciencia! Puede ser que si te vuelves más amable y me tratas mejor acabaré por contarte el secreto.

Y, por fin, viendo que ése parecía el único medio por el que po-dría obtener algo, Nanda prometió que sería más considerada con Kalulu. Empezó a tratarla como a una hermana, con la esperanza de curarse de su temor al hombre.

-En este caso -dijo Kalulu-, yo consentiré en contarte mi secreto; pero ¡silencio! que nadie se entere. Escucha bien esto, y sobre todo, realízalo punto por punto, como yo te lo estoy dicien-do, si no… Para empezar, embadúrnate bien la cabeza con resina.

Nanda corrió al bosque y se untó la cabeza con resina, luego, volvió hasta Kalulu para preguntarle qué tenía que hacer a continuación.

-Ahora, mete la cabeza en el fuego.

Nanda obedeció al punto, pero su cabeza se vio envuelta inmediatamente en una gran llamarada, que la abrasaba atrozmente. Aullaba de dolor.

-Venga, esto no es nada, no grites. Te vas a ver libre al momento de tu gran terror. Corre, vete, entra en la hierba seca y te volverás más valiente que un león.

La serpiente estaba bastante sorprendida de todo aquello que tenía que hacer. Sin embargo, corrió hacia la maleza. En un minuto todas las hierbas y matorrales estaban ardiendo. Sin saber ni poder refugiarse en ningún sitio, Nanda se dejo rodear por el fuego y comprendió que, verderamente, jamás volvería a tener ocasión de sentir miedo de un hombre.

Cuando el incendio terminó su obra, Kalulu fue a buscar, entre las cenizas, a su ama. La encontró calcinada, reventada en varias partes, como una salchicha en una sartén.

-Los buitres y otros carroñeros se encargarán de tu entierro –le dijo a manera de despedida y reuniendo lo poco que tenía, Kalulu se volvió a su poblado.

Ahora comprenderéis bien lo que os dije al principio: después de tantas dificultades que ella misma se había buscado con su imprudencia, Kalulu logró vencer a Pongo-Pongo, a Oloshiankoni y a la serpiente Nanda.

(Tomado del libro «Sur des lèvres congolaises»,pág, 163)
texto original: Olivier de Bouveigni
traducción del francés: María Puncel

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