El hombre que hacía proyectos, Traducción del francés María Puncel.

22/03/2012 | Cuentos y relatos africanos

Sefu era un hombre digno de compasión, sobre todo cuando se acercaba el día de mercado.

-Tengo que decidirme por una cosa o por otra-,se decía a sí mismo-; pero…¿por cuál?

Echaba una mirada por toda su choza y veía su arco, sus flechas, una olla desportillada, la yacija, su azada, una calabaza para el agua… ¿Qué era lo que le faltaba para ser feliz?

-¡Creo que ya lo sé! – exclamó dándose una palmada en la frente-. Me debería comprar una gallina… Una gallina es fácil de mantener. Corretea por el campo y ella misma se busca su comida. Me pondrá una docena de huevos que haré incubar. De estos huevos, con un poco de suerte, conseguiré diez pollitos. Los pollitos crecerán y se convertirán en diez gallinas, bueno, no porque les hará falta un gallo. Sí, entre los diez habrá un gallo. Entonces, las nueve gallinas pondrán e incubarán… Les concedo un año para ganarme una fortuna.

Y el hombre, que estaba solo en su choza, se echó a reír tan alto y con tantas ganas, que un vecino oyó sus carcajadas y se acercó para preguntarle qué era lo que le ponía tan contento.

Cuando se lo explicó, el vecino le sugirió que comprase mejor un perro, un perro de caza, un buen perro de caza, desde luego.

-Es verdad –se puso a reflexionar Sefu, cuando su vecino se marchó-, un perro de caza me hará rico más deprisa. Cada día me ayudará a cazar un antílope o un facocero; yo solamente tendré que lanzar la flecha y el antílope será mío. No tendré más trabajo que transportarlo sobre mi espalda. Más tarde… pocos días después, habré ganado tanto que podré pagar porteadores que transporten el antílope. Les cederé una pata y estarán encantados de servir al cazador de la aldea.

¡Sefu estaba feliz con su idea de un perro de caza!

-Te aseguro –le comentó a otro vecino con el que se encontró- que Katako me ha dado una estupenda idea para que me haga rico.

-Ya, pero si comprases una pareja de cabras: macho y hembra… eso sería más seguro, los tendrías siempre cerca de ti; mientras que al antílope tienes que conseguir encontrarlo y luego conseguir matarlo y la verdad ¡nunca he oído decir que tú fueras un buen cazador!

Y ya tenemos a nuestro pobre Sefu hecho un lío otra vez. Había estado seguro de que la mejor compra que podía hacer era adquirir un buen perro de caza.

-¿Estás seguro –se decía Sefu-, de que te venderían un “buen” perro de caza? Si un cazador se deshace de su perro, seguramente es porque el animal es muy viejo, o porque tiene defectos que no le hacen útil para la caza. No, no debo comprarme un perro. Mientras que una buena pareja de cabras se puede encontrar en cualquier mercado. Algún pobre hombre la vende porque necesita dinero y no hay nada de deshonroso en aprovecharse de su indigencia para conseguir, a buen precio, a la cabra y a su macho cabrío.

Sefu, después de tomar esta decisión, salió fuera para respirar aire fresco. Se había ganado la bocanada de aire puro que se concedió. No se puede estar siempre trabajando en imaginar planes para hacerse rico. Es necesario descansar y distraerse. Sefu se recompensaba así de todos los esfuerzos que había estado haciendo para descubrir que, para hacerse rico, lo que tendría que comprar eran una cabra y su macho.

Pero en su camino hacia el pueblo, vio en el “lupango” del jefe, a una mujer joven que molía mandioca y la convertía en una hermosa harina blanca y untuosa, que extendía luego sobre un lienzo para que se secara al sol.

Y ya tenemos, de nuevo, a Sefu indeciso y pensativo:

-¡Una mujer!-se dijo- ¿No será mejor comprar una mujer que una pareja de cabras? Una mujer no da problemas. Te prepara la comida, cultiva los campos y te cría un montón de hijos. ¡Ah!, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Una cabra es algo desagradable, se pasa el día haciendo “¡bééé!”, eso sin contar con los líos que te busca con los vecinos porque mordisquea su mandioca o se cuela en su campo de mijo.

Y, en esta ocasión, Sefu se puso a bailar y a dar palmadas, felicitándose por la excelente idea que acababa de tener.

-Y esta idea –se dijo-, no se la debo a nadie. Se me ha ocurrido a mí solo y no me ha costado casi nada de trabajo.

Los vecinos que le veían danzar y hablar solo en voz alta y con tanta seguridad, empezaron a charlar entre ellos suponiendo diferentes cosas.

-Seguro –decía Katako-, que ha descubierto un tesoro escondido; ya no habla de comprar gallinas, perros o cabras.

Todos sabían que Sefu era un pobre hombre, sin ninguna habilidad, ningún arte y absolutamente incapaz de nada, y que, a menos que hubiera tenido una gran suerte, no podría comprarse ninguna de las cosas con las que soñaba.

-¿Por qué estás tan contento? –le preguntaron.

-Porque ya sé lo que me voy a comprar mañana por la mañana en el mercado –respondió y con un gestecillo de gozosa secreta alegría misteriosa y un guiño, levantó la pierna derecha y se dio sonoras palmadas sobre el muslo.

Todo el pueblo esperaba divertido los acontecimientos que se iban a producir al día siguiente y que tenían a Sefu ya tan feliz.

Por fin, llegó el día de mercado. Sefu se levantó, radiante, sacudió un poco el polvo de su vieja ropa, recogió su bastón y, sin comer, porque no tenía nada en la casa que echarse a la boca, salió con aires de conquistador camino del mercado. Mientras caminaba, su imaginación no dejaba de trabajar.

-Mi mujer –se decía-, es trabajadora y ahorrativa. ¿Quién sabe si con los ahorros que ella conseguirá, la dote de nuestra hija mayor y el aceite de palma que venderemos a los blancos, no podré yo establecerme como comerciante?

En el mercado miró con una cierta conmiseración a los “pequeños” vendedores de rapé, de jabón, de esteras, de nueces de kola y de baratijas por el estilo. Él no se permitiría vender más que cosas verdaderamente “importantes”.

Pero al recorrer los puestos descubrió que todo se vendía, en realidad a su precio. Una gallina, diez monedas… un macho cabrío, cincuenta, y una cabra ¡todavía más cara! Había de todo y para todo y en conjunto más bien poca cosa. Las pocas “makutas”, que tenía guardadas en la mano izquierda valían todas juntas unos cincuenta céntimos. El pobre Sefu se desanimó un poco. Llevaba un aire menos altivo al volver a pasar por delante de los “pequeños” mercaderes y éstos se dieron cuenta enseguida de que Sefu iba un tanto desanimado.

Por fin, el sol estuvo alto en el cielo y la mayor parte de las cosas del mercado se habían ya vendido y nuestro Sefu sintió la punzada del hambre en el estómago.

¡Lo que le hubiera gustado poder agacharse sin que nadie le viera para recoger del suelo una banana demasiado madura, desprendida del racimo y que había quedado en el suelo a terminar allí de pudrirse! Pero los mercaderes se habrían reído. Y esto le parecía insoportable.

Por fin, Sefu fue donde tenía que terminar, delante de un muchacho al que le quedaban algunas tortitas por vender.

Sefu le preguntó amablemente:

-¿A cómo tus tortitas?

-A cincuenta céntimos la pieza –respondió el chico.

Sefu se retiró a un lado y, al contar sus monedas, se dio cuenta de que, al dar vueltas por el mercado, había perdido una monedita de un céntimo. ¡No tenía más que cuarenta y nueve céntimos!

-Oye –dijo al chico-, verás: no tengo mucha hambre. Sólo quiero una tortita pequeña. Te pagaré cuarenta y nueve céntimos.

Todos los mercaderes se echaron a reír y ya podéis suponer lo avergonzado que se quedó el pobre Sefu, se hubiera querido esconder en la hura de un ratón que descubrió por allí.

Recibió su pequeñísima tortita, entregó sus cuarenta y nueve céntimos y esperó a que se hiciera de noche para volver al pueblo. Desgraciadamente, detrás de cada día viene el siguiente.

Sefu tuvo que abrir la puerta cuando Katako, su indiscreto vecino, vino por la mañana par a ver “el perro de caza”.

-¿El perro de caza? ¿Qué perro de caza? –le preguntó Sefu.

-¿Cómo –se extrañó Katako- que qué perro de caza? Pues el que habíamos decidido que ibas a comprarte en el mercado.

-Cambié de idea, decidí no comprarme el perro de caza –dijo Sefu.

Katako no se contentó con esta respuesta. Para empezar estaba un poco fastidiado al comprobar que Sefu no había seguido su consejo y se había “atrevido” a cambiar de idea, así que quería saber qué era lo que había comprado.

Sefu le explicó que le había entrado hambre y que se había comprado tortitas.

Katako miró y remiró a su alrededor por toda la choza y no vio tortita ninguna.

Poco a poco una sospecha vino a iluminar su cabeza, preguntó:

-¿Cuánto dinero tenías?

-Cincuenta céntimos- confesó el pobre Sefu, que cayó por fin en la cuenta de lo ridículo de sus ambiciones.

-¡Cincuenta céntimos! –exclamó Katako-. ¿Y con cincuenta céntimos en la mano viniste a consultarme sobre tu compra?

Sefu se sentía de lo más desagraciado al haber tenido que confesar aquello, pero al final explicó que no se había preocupado de contar cuánto dinero tenía, cuando había pensado en hacer sus compras.

Fue más tarde, cuando se extendió por el país esta historieta, cuando con un poco de comentarios burlones hacia el imaginativo comprador, se propagó la enseñanza de que no se deben hacer proyectos más allá de la posibilidades: ”No seas como Sefu, que con cincuenta céntimos, soñó durante días con comprase todas las cosas del mercado”.

Qué hubieran dicho las gentes si hubieran llegado a saber que con cincuenta céntimos, Sefu ¡hasta había imaginado poder comprarse una mujer!

(Tomado del libro “Ce que content les noirs“,pág.160)
Texto original: Olivier de Bouveignes.

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