El hombre del perro, traducido por María Puncel

24/11/2010 | Cuentos y relatos africanos

Cierto día, tres hombres se encontraron en un camino. Uno de ellos llevaba una raíz de mandioca recién desenterrada, otro llevaba un pedazo de carne, el tercero sólo llevaba su lanza. Pero, se me olvidaba contarlo, el tercero no iba solo: su perro corría delante de él. Después de haber caminado durante algunas horas juntos y como el sol ya estaba muy alto, se detuvieron los tresa la sombra de un gran árbol.

-Este sería un lugar estupendo para comer -dijo el hombre que no llevaba nada para comer.

-Yo tengo una raíz de mandioca – dijo el hombre que tenía una raíz de mandioca-, pero es poca cosa para una comida.

Y como el que llevaba carne se hacía el distraído, le dijo echando una mirada ansiosa a su carne:

-Tú tienes carne, pero no tienes mandioca, así que podremos arreglarnos bien, porque yo tengo la mandioca que tú no tienes y tú tienes la carne que yo deseo.

-Y todos estaremos satisfechos -añadió el hombre que no llevaba nada; pero se equivocaba. No tuvo ocasión de estar satisfecho, todo lo contrario. Los otros dos se instalaron para comer, pero no le invitaron a compartir su comida.

-Descansa unos momentos -le aconsejaron, no sin un tonillo de burla-, terminaremos en unos minutos.

Cuando acabaron de comer, los dos egoistas tiraron lejos las hojas en que había estado envuelta la carne y reemprendieron el camino. Marchaban alegremente, charlando y riendo; el hombre del perro marchaba detrás de ellos.

Pero, ahora que le nombro, ¿dónde estaba el perro?

Se detuvieron, el hombre le silbó, le llamó, buscó a derecha e izquierda:

-Apuesto a que se ha quedado atrás, donde nos detuvimos -dijo el hombre de la mandioca.

Hicieron lo único que cabía hacer. El hombre del perro retrocedió por el camino, mientras que los otros dos se sentaron en el suelo para aguardarle.

Y, como era de suponer, encontró a su perro tumbado en tierra y muy ocupado en lamer las hojas que habían envuelto la carne.

Pero, ¿qué era aquello?

No lejos del perro, el hombre descubrió algo blanco y brillante que asomaba por entre las hojas secas y las enredaderas rastreras: era un enorme colmillo de marfil, quizá abandonado por un viejo elefante o arrancado desde la raíz durante una lucha.

La alegría del hombre fue indescriptible; poneos en su lugar y os será fácil comprenderle. Rápidamente llamó a su perro, levantó el colmillo y se lo cargó al hombro.

Se le pasó el hambre; era como si el hallazgo le hubiera dado nuevas fuerzas. Cuando los otros dos le vieron volver tan campante y tan contento, casi no podían creer lo que veían sus ojos.

-¡Un colmillo de elefante, qué buena suerte tenemos! ¿Dónde lo has encontrado?
-Allí atrás -respondió el hombre sin soltar el colmillo-. Allí donde tiraste las hojas que envolvían la carne. Mi perro estaba lamiéndolas, ha sido él quien ha encontrado el colmillo.

-Entonces -dijo el hombre de la carne-, el colmillo me pertenece; porque si yo no hubiera traído la carne envuelta en esas ho jas, tu perro no hubiera tenido la posibilidad de encontrarlo

porque ha sido al ir a lamer las hojas…

-¡Sí, hombre, que te crées tu eso! -exclamó fastidiado el hombre de la raíz de mandioca – Sin duda se te está olvidando que si yo no hubiera tenido mi raíz de mandioca para compartir, tú no hubieras aceptado comer tu carne conmigo. Y en vez de compartir hubieras continuado tu camino sin abrir tu paquete. Así que es a mí a quien pertenece el colmillo…¿No opinas como yo, hombre del perro?

El hombre del perro sonrió; porque se acordaba muy bien de que él había sido el primero en proponer a los otros dos detenerse para comer.

Y les recordó, hablando amablemente:

-Pues yo creo que el colmillo me pertenece -aseguró-, porque si yo nos os hubiera propuesto comer, ninguno de vosotros lo hubiera hecho y mi perro no hubiera tenido la posibilidad de lamer las hojas en que había estado envuelta la carne.

-En fin -concluyeron los otros dos-, que el colmillo pertenece a los tres.

-Perdón -replicó el hombre del perro-, es sólo mío. Cuando llegó la hora de comer a la sombra del gran árbol, ninguno de vosotros dos me invitó a compartir vuestros víveres. Os observé sin decir nada. Permitidnos ahora a mi perro y a mi que nos comportemos de igual manera. Ya que vosotros nos dejasteis las hojas de la carne, nosotros os dejaremos, en cuanto hayamos vendido el colmillo, la almohadilla de hierbas sobre la que lo he transportado en mi hombro.

Blandió su lanza y empezó a caminar:

-Y no hay nada más que hablar sobre el tema. La próxima vez deberíais tener un poco más de caridad para con vuestro prójimo.

«Siempre deberíamos tratar a los demás cómo nos gustaría que ellos nos tratasen a nosotros».

(tomado del libro «Ce que content les Noirs», pág 39)

texto original: Olivier de Bouveignes
traducción del francés: María Puncel

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