El gran cuerno, por Rafael Muñoz Abad

9/10/2018 | Bitácora africana

rino_snap.jpg Noble y despreocupado, su mirar esconde una fuerza sobrenatural que de un plumazo volcaría el viejo tractor. Sí, a escasos metros del rinoceronte blanco es lo más cerca que de un dinosaurio puedes estar. Toda una experiencia. Y es entonces cuando germina una fugaz comunión entre tu indefensión y su calma; se deja fotografiar para bajo un trote burlesco alejar sus casi dos toneladas de no evolución natural de ti.

Adi es el prototipo de granjero afrikaner. Es la llamada tribu blanca del Africa austral. Un armario de metro ochenta largo en pantalón de rugby y camisa de caza. Descendiente de granjeros, es dueño de una tierra que ya pertenecía a sus abuelos, que con orgullo la cuida y que da trabajo a mucha gente. Con un rostro pícaro quemado por el sol me dice que [él] es el dueño pero su esposa Hanel es la jefa; más o menos como en todos los sitios normales…

Namibia vive un conflicto latente entre los terratenientes blancos y la fauna salvaje. Estamos en la frontera entre Etosha y las propiedades al sur del gran parque natural. Una planicie o pan del tamaño de Galicia que reúne toda la fauna africana que podamos imaginar. ¿Pero cuál es el problema? Es simple, los animales no conocen las fronteras del hombre y deambulan libremente. Las granjas que están al borde de Etosha son explotaciones de ganado y eso significa comida fácil para caracales, guepardos, hienas, leopardos y leones; siendo la primera derivada las pérdidas económicas de los granjeros. Me muestra imágenes de caballos degollados o antílopes con las entrañas colgando. El conflicto está servido y Adi nos explica las posibles soluciones. ¿Si mi gato se sube a las mesas, que obstáculo es una valla para un leopardo? Cercar con alambradas nada resuelve y mucho menos matar a los felinos pues el gobierno multa a los granjeros con fuertes sumas. Usar jaulas para atraparlos supone llamar a un representante del gobierno para liberar al animal o antes pegarle un tiro – dice Adi mirándome – y eso [él] no la haría. La solución es inteligente y ha pasado por adoptar felinos en grandes extensiones de tierra cercada; eso aleja a otros depredadores de la zona pues son animales muy territoriales. En resumen, al apadrinar unos leones y leopardos, estos, de manera indirecta, protegen al ganado de terceros depredadores. “…pero estos gatos comen mucho…” comenta Adi con una sonrisa.

En su granja tambien hay espacio para un precioso hotel rural o lodge en el que la gente se aloja en cabañas muy acogedoras a escasos kilómetros de la entrada a Etosha. “El Dorado” es el nombre del lugar y les puedo asegurar que se duerme de maravilla pero mejor se come bajo la Cruz del sur. La hospitalidad te hace sentirte en tu propia casa y, para ayudar al mantenimiento de los felinos, se ofrecen dos tours diarios en un cara a cara con ellos que es toda una experiencia. Sentirte observado por un león a varios metros te hace sentir presa…es el dinero [pequeño] mejor gastado de mi vida. Sin duda. Estas visitas guiadas ayudan a pagar la carne y los veterinarios de la colección de felinos e hienas que Adi y su familia tienen; pero hay más…

Disgustado, nos habla del poaching o la caza furtiva que tiene al rinoceronte al borde de la extinción. Chinos y coreanos pagan fortunas por sus cuernos que al parecer la usan para aumentar la virilidad; desgraciados. La otra amenaza del rhino es la corrupción que se esconde tras el tráfico ilegal-legal de cuernos. Es un crimen robarle la vida a tan majestuoso animal para con una sierra eléctrica amputarle su alma. Ante este desgarrador panorama, me explica varias soluciones adoptadas en Namibia. Una pasa por amputar los cuernos a los rinocerontes para evitar que así sean cazados por los furtivos. Una solución efectiva pero triste. El cuerno es – en teoría – custodiado por el gobierno y aquí es donde aparecería la larga sombra de la corrupción y el contrabando. ¿Han visto a un rhino sin cuerno?, es una tarta sin velas de cumpleaños. El consuelo es que el cuerno vuelve a crecer…Los rinocerontes son patrimonio ya no de todos los namibios sino de la humanidad y Adi es el orgulloso padrino de dos rinocerontes blancos que deambulan sueltos. El Dorado forma parte de un programa de recuperación de la especie en el que los granjeros protegen a rinocerontes siendo así una manera de ir estabilizando la población de estos. Me despedí de Adi con un fuerte apretón de manos, prometiéndole contar su pequeña gran historia y que en cuanto pueda volveré para de nuevo ver a estos colosos tan de cerca.

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Autor

  • Muñoz Abad, Rafael

    Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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