El COVID-19 paraliza el mundo, pero aumenta el hambre y la inseguridad en África

4/05/2020 | Editorial

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Mientras la Naturaleza tiende siempre a producir frutos abundantes para alimentar la vida de todos los seres existentes, y busca recuperarse de los abusos constantes de sus recursos por depredadores codiciosos, muchas personas e instituciones poderosas buscan ante todo acaparar, incluso con violencia, el máximo control de todos los recursos, a costa de privar a muchos pueblos de lo necesario para vivir con dignidad.

Numerosos agentes sociales y líderes culturales y religiosos, sobre todo, esperamos que, esta experiencia dramática del COVID-19 nos lleve a reflexionar sobre la necesidad de generar un nuevo estilo de vida más solidario y una nueva calidad de política ética y de una economía más colaborativa y centrada en la dignidad de cada persona y en el bien común.

En este periodo de transición, veo cambios esperanzadores en el comportamiento de la Naturaleza para su regeneración.

Sin embargo, si miramos a los cambios en el comportamiento humano, particularmente de algunos líderes mundiales, políticos y económicos, veo menos signos de regeneración, que los que presenta la Naturaleza.

Es evidente que el COVID-19 ha paralizado el mundo de muchas maneras y en casi todos los niveles de la vida humana.

Lo que parece seguir aumentando, particularmente en los pueblos del hemisferio sur, siguen siendo: el hambre, el dramático desempleo, la escandalosa desigualdad y la violencia de las guerras por el control de los recursos.

Según ONU Habitat, en los asentamientos informales y barrios marginales de las grandes ciudades, viven alrededor de mil millones de personas que, diariamente, se enfrentan a graves carencias de alimentos, agua, saneamiento, gestión de residuos o asistencia médica, entre otros.

Las medidas de confinamiento decretadas por los Gobiernos de la mayor parte de los países africanos, han atrapado en las barridas de las grandes capitales, a millones de personas, a las que se impide salir a buscar el sustento diario, por lo que el hambre y la violencia empiezan a dejarse sentir entre la población.

Hablo concretamente de los suburbios de Kampala y Nairobi, que conozco de cerca. Las chabolas están construidas básicamente con barro, latón y uralita. Las infraestructuras de agua, luz y tierra no existen, y por tanto cientos de miles de personas viven en condiciones infrahumanas.

Algunas ONG como Manos Unidas, colaboran con Congregaciones religiosas, como las Hermanas de la Misericordia, para construir algunos centros de educación y de salud en dichos barrios.

Mukuru, uno de los grandes suburbios de Nairobi, es un lugar en el que la pobreza se percibe con los cinco sentidos: se ve, se escucha, se huele, se palpa y se masca, dice la hermana Mary Kileen.

En Mukuru, ella y el resto de las hermanas de la Misericordia llevan décadas acompañando a los más pobres, a los olvidados. Su principal objetivo es conseguir que, a través de la educación, las calles dejen de ser el lugar de la droga, la violencia y la prostitución.

En estos momentos, la gente de Mukuru no parece muy preocupada por el coronavirus, a ellos lo que de verdad les importa es saber si podrán comer hoy.

La falta de acceso a la asistencia sanitaria es también motivo de preocupación para Mary Kileen. “Si el virus llega a los suburbios siguiendo los patrones de Estados Unidos y Europa, será devastador. Nos sorprende que, dadas las condiciones de vida, no haya habido ya una explosión de casos”, asegura.

Aunque nos afecta seriamente el confinamiento físico, es necesario que sigamos conectados y comprometidos con nuestros hermanos-as más vulnerables, tanto con los que viven cerca, como con los que habitan en el hemisferio sur del Planeta.

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