El cernícalo y el martín pescador, traducido por María Puncel

21/12/2010 | Cuentos y relatos africanos

No se pueden hacer alianzas con cualquiera, sin correr el riesgo de tener luego que arrepentirse. Y si no estáis convencidos de esto, he aquí una historia que os convencerá de ello.

Les sucedió hace poco tiempo al cernícalo y al martín pescador. Aquel día, el cernícalo debía de haber hecho, seguramente, una buena comida de babosas y saltamontes; porque ahora descansaba medio dormido posado sobre una rama de mangle. Digamos que estaba sumido en una ensoñación en la que sentía simplemente que digería. Un martín pescador, que no le había visto, vino a posarse en la misma rama. También él se había llenado el estómago con unas abundantes raciones de peces y estaba de buen humor.

Las dos aves no tardaron en presentarse mutuamente y en empezar a hablar de esto y de aquello. Cosas sin importancia. Simple intercambio de frases amables, esa es la verdad. Y se hubieran com-portado sabiamente si se hubieran mantenido dentro de los límites que las buenas costumbres marcan para la relación de dos aves que tienen diferentes prácticas vitales; pero llegaron, poco a poco, a confiarse y a hacerse serias confidencias. El martín pescador declaró que la permanencia al borde de las aguas produce, a ve-ces, reumatismos, y que unos buenos masajes consiguen aliviarlos, siempre que se reciban asiduamente y estén dados con cuidado. El cernícalo, por su parte, se quejó de las corrientes de aire y de las indigestiones, pero… a pesar de todo ello, uno y otro convinieron, (cosa rara entre los hombres), en que cada uno de ellos era el más dichoso entre las aves de su especie.

Pasando de un tema a otro y después de haber hablado de sus esposas, de sus hijos y de las condiciones y la comodidad de sus vidas; se prometieron solemnemente volver a encontrarse al día siguiente en el mismo sitio y a la misma hora. Y así todos los siguientes días. Al cabo de unos pocos días se hubiera dicho que eran dos hermanos bien avenidos, nacidos del mismo huevo, amigos desde la infancia y que habían vivido toda su vida uno junto al otro. Claro, que al principio, cada uno presumió ante el otro del colorido de su plumaje, de lo ingenioso de su conversación, de la amplitud de sus conocimientos y mostró la parte amable de su carácter. El cernícalo sentía no haber intimado antes con el martín pescador, en realidad sólo le había visto de lejos sin conocerle; y el martín pescador exageraba al dirigirse al cernícalo las amables alabanzas éste que le había dedicado.
En fin, no os extrañará nada que os diga que ayer, o antes de ayer, el cernícalo le dijera a su amigo:
-Mi querido Martín (suprimía lo de pescador porque así le parecía más confianzudo), te anuncio una buena noticia. Mañana van a prender fuego a la maleza en el prado de aquí al lado. Estamos en julio, es el momento de hacerlo. ¡Qué festival nos aguarda! ¡Tú yo iremos juntos y ya verás, nunca habrás hecho una caza tan abundante ni…tan suculenta!

El martín pescador acudió al alba y, como le había dicho el cernícalo, en cuanto el sol asomó por encima de los montes que limitaban el horizonte, los habitantes de los poblados de los alrededores prendieron fuego a la maleza.

Desde todos lados, inmensas lenguas de fuego avanzaban en círculo unas hacia otras, rápida o lentamente según las sinuosidades del terreno, la humedad del suelo o los caprichos del viento. Las llamas se alzaban hasta lo alto de las palmeras, y el ardor del fuego subía en torbellinos hacia el cielo, rugiendo como una fiera y con estallidos como de fusilería. Árboles viejos que ya ha-bían sido atacados por el fuego en incendios anteriores, se inflamaban como antorchas y seguían consumiéndose, incluso cuando ya el fuego se había apagado.

Ni el martín pescador ni el cernícalo tenían la intención de limitarse a contemplar el espectáculo. Habían venido para aprovecharse de los animalillos y deseaban atenerse a lo programado, que era esencialmente práctico. El cernícalo no había exagerado al prometer una provisión fastuosa de alimentos. Una nube de insectos de toda clase trataba inutilmente de escapar de las llamas. Ratas, ratones, serpientes y pequeños pajarillos sucumbían «a montones», asfixiados, aturdidos ¡o asados!

El cernícalo disfrutaba en grande. No parecían molestarle ni el calor ni el humo. Llenaba cestos y cestos (cestos de cernícalo, se entiende), de babosas, de caracoles, de orugas, de saltamontes y de otros animalillos de todas clases.

-Vente para acá, Martín -decía-, sígueme, amiguito.

El pobre Martín pescador tosía, estornudaba, moqueaba, escupía, en pocas palabras: se asfixiaba, se ahogaba. El humo le irritaba los ojos, que le escocían y le lloraban, las lágrimas le escurrían por el pico y la nariz y le goteaban sobre las patas.

Era la desolación más desoladora. Por fin, no pudo resistir más y no sabiendo qué hacer ni por donde escapar de aquel infierno, acabó por desfallecer sobre aquel suelo ennegrecido y calcinado. Estuvo a punto de caer sobre las llamas, pero para bien de nuestra historia, escapó milagrosamente de la muerte.

Su amigo, el cernícalo, que le había visto derrumbarse, salió disparado en busca de agua y con ella roció a Martín hasta que consiguió volverle a la vida. Las primeras palabras del moribundo fueron para lamentarse de la aventura.
-Querido amigo -le dijo quejumbrosamente al cernícalo-; no me ha gustado nada este tipo de diversión. Lo siento muchísimo, de veras, pero me escuecen los ojos, el calor me ha producido un atroz dolor de cabeza y, a cambio no he conseguido nada; desde este momento renuncio completamente a la caza junto al fuego de la maleza. No te culpo de lo sucedido y para probártelo te invito a que vengas mañana al río, «a mi río», y yo te enseñaré como se consigue la mejor pitanza con menos dificultades que aquí.

Al día siguiente se pudo ver a los dos amigos posados sobre la misma rama observando en silencio, la corriente de agua que se deslizaba, oleada tras oleada, bajo sus patas.

-Susss…susss…susss… -,hacían las masas de agua al pasar, y se iban cauce abajo repitiendo siempre el mismo soniquete-, susss…susss…suss…susss…

-Lo único que hay que hacer -dijo el martín pescador-, es aguardar el paso de un pez y, entonces, lanzarse al agua para atraparlo.

-Pero -gimió el cernícalo-,¿cómo quieres que yo me tire al agua? No tengo ni idea de cómo se hace, nunca he nadado ni buceado.

-No te preocupes,Kalela, (este era el nombre del cernícalo) dijo el martín pescador-, yo te sujetaré por un ala y te mostraré cómo hay que hacerlo. No tienes más que imitarme.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando un banco de peces pasó frente a ellos. Sin más hablar con su compañero, el martín pescador se tiró de cabeza al agua arrastrándole con él.

-¡Suéltame! -gritaba el cernícalo-,¡que yo no sé…que me ahogo, que me aho… go… go…-, y como había abierto la boca para hablar, el agua le invadió la garganta y los pulmones.

Entregado a su pasión por la pesca, el martín pescador, no prestó atención a lo que le estaba sucediendo a su amigo, al que sujetaba por un ala.

El cernícalo había cerrado los ojos y se dejaba llevar, sin resistencias, detrás del martín pescador.

Por fin, la pesca terminó. Y el resultado había sido magnífico, bueno, no del todo. Por un lado, una buena cantidad de peces, pe-ro por otro… un pobre cernícalo empapado de agua y tieso de frío y de miedo.

El martín pescador lo intentó todo para reanimarle, pero no le sirvió de nada. El cernícalo, sin la menor duda, estaba muerto. Era el alto precio que se paga por hacer alianza con un desconocido, cuyas costumbres y necesidades no nos hemos molestado en conocer y respetar. El martín pescador lloró y lloró a su amigo y se lamentó de su propia imprudencia. Aprovechó la lección y se la transmitió a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Y yo os la transmito aquí a vosotros para que también os aprovechéis de esta experiencia.

(tomado del libro «Ce que content les Noirs», pág.44)

texto original: Olivier de Bouveignes
traducción del francés: María Puncel

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