El blues de la bebida en Sudán

29/07/2008 | Crónicas y reportajes

Zakia es una mujer musulmana que vive bajo la ley de la sharía, estigmatizada como una criminal por elaborar y vender alcohol ilegal para alimentar a su familia, que su padre abandonó, a las afueras de la capital de Sudán.

Es una simple receta y una inventada por miles de mujeres en los escuálidos campos de refugiados y en los barrios más empobrecidos de aquellos que huyeron de años de guerra en el sur, oeste y este de Sudán.

Poner dátiles y levadura en polvo en agua. Cubrirlo con una bolsa de plástico para evitar que entre el perenne polvo, después enterrar en el suelo por entre dos y cinco días, dependiendo de la estación del año. Encender encima un fuego y recoger el goteo de líquido bien caliente a través de un tamiz. Añadir agua.

De una a dos horas después, Zakia, de 23 años, tiene el suficiente aragi embotellado para vender a los trabajadores locales durante una semana, ganando dinero suficiente para mantenerse ella, su madre, su hermano, su sobrina y siete hermanas, en cuanto a comida y ropa.

Se casó el año pasado. Pero la relación fracasó y ahora viven separados.
Con una actitud callejera, semejante a la del Bronx, corta el aire con una mano desafiante cuando se le pregunta si su marido cuida de ella financieramente. “No quiero ni ver su cara”, dice, recordando con desagrado, oliendo el aragi antes de recostarse en una silla de plástico, mientras su hermana ríe tontamente y se trenza el pelo en una esquina.
Un desgarbado cliente se incorpora de la cama que hay detrás, alargando un huesudo brazo por el respaldo de su silla, ya un poco borracho en el calor sofocante de un viernes tranquilo en Halfaya, 15 kilómetros al norte de Jartum.

La independencia financiera, antes

Zakia pone la independencia financiera y la ética del negocio por encima de los dictados religiosos sobre no ceder a la tentación. Además, no bebe, quizá por miedo a volverse como uno de sus clientes, borrachos y holgazanes. “no es más que un comercio”, dice, negando que tenga ningún remordimiento de conciencia por ganar dinero con algo que el Corán prohíbe.

Pero es un negocio peligroso. Las redadas de la policía son frecuentes. Cerca del 90 % de las internas en las prisiones femeninas fueron arrestadas por ser sospechosas de vender aragi. Ellas se quejan de las palizas, las multas, los saqueos de las casas y la bebida confiscada.
Los trabajadores comunitarios dicen que la policía se esconde tras la tapadera del Islam, regentando chanchullos de alcohol con lo que confiscan, para aumentar su mal salario. Hablan de mujeres que se sumergen en la prostitución y los favores sexuales, a cambio de protección.

La prisión femenina de Omdurman, cruzando el Nilo desde la sede del Gobierno, es húmeda y fría, está superpoblada y mugrienta. Las ex internas dicen que la comida es demasiado asquerosa para poder comérsela, los guardas son crueles y dejan a sus niños sin comer. La cárcel es un estigma social.

Chol Sakina, una cristiana del sur, lleva en Jartum más de dos años. La más pobre de entre los pobres, no sabe cuántos años tiene y no puede permitirse el viaje de volver a casa. Está demasiado asustada para hablar de alcohol.

“algunas veces sólo comemos harina con sal”

Chol vive con su tía, que sólo tiene un ojo, en una cabaña de barro. Dicen que no han vuelto a trabajar desde que la policía tiró todo su equipo al río, hace cuatro meses.

En el suelo hay un pescado rancio que ha traído alguien con buenas intenciones, cubierto de polvo. El único cuchillo que tiene su tía está tan desafilado que no puede atravesar las escamas. “Algunas veces sólo comemos harina y sal”, dice su tía, Kadose. “Esta es la comida de la gente pobre”, dice inclinando un cubo de aguachirri verde y líquido para que lo veamos. “Nos moriremos de comer esto”.

Magda Ali, una médica que perdió su trabajo para el Gobierno después del golpe de estado respaldado por los islamistas de 1989, ayuda a llevar un centro de caridad que funciona para sacar a miles de mujeres del alcohol de la pobreza y la ignorancia que las mantiene atrapadas en este mercado.

“La pobreza está por todas partes en Sudán. Para romper el ciclo de la pobreza, lo mejor es empezar a darles formación, como por ejemplo para cuidar de los ancianos, o de los enfermos. Pero el problema es que el mercado no las acepta”, asegura Ali.

Su organización Al Manar cuenta con historias de éxito. Forman a mujeres para cuidados básicos y les dan préstamos para animarlas a montar diferentes tipos de pequeños negocios.

El país más grande de África, Sudán, está regido por una élite árabe que observa la cultura y el Islam del mundo árabe. Pero la mayoría de los sudaneses se consideran a sí mismos como africanos, de culturas tribales en las que las bebidas fermentadas o alcohólicas son perfectamente aceptables.

La verdad es que muchos vendedores de alcohol, tienen entre sus clientes a policías, funcionarios y profesionales de clase media.

Dátiles fermentados, una cultura

“Los dátiles fermentados son una cultura que se extiende por todo Sudán. No es un crimen. Por todo Sudán la gente, tradicionalmente hace sidra fermentada. Dátiles cocidos con hierbas. Se hace especialmente para las bodas. Es una bebida alcohólica”, dice Ali. “Tenemos toda la cultura de África, pero desde la independencia (de Gran Bretaña en 1956) estamos gobernados por un gobierno de cultura árabe. Intentan imponer cosas que no son africanas”, añade.

Vivian John, una adolescente que vive en una cabaña a la sombra de una de las imponentes villas construidas con los beneficios del petróleo, suela con ser médico.

Su madre espera financiar estos sueños vendiendo alcohol, ganando 300 dólares al mes, después de que su marido perdiera su trabajo. Pero Viviana vive con miedo. “Si la policía entra aquí y se la lleva, estaremos en graves problemas. Si pudiera encontrar un lugar donde trabajar, podría ayudar, pero no puedo”, asegura la joven, cuidando de sus cuatro hermanos pequeños mientras que su madre Mary ha salido a comprar bebida para vender.

“¿qué puede hacer? Mi madre no quiere trabajar como criada en las casas de la gente árabe. Antes trabajaba como encargada del carrito del té, pero surgió una pelea. Salió golpeada por error y nunca más quiso volver a trabajar allí”, cuenta.

Su madre, Mary, llama al área cercana a la zona industrial del norte de Jartum, donde va a comprar, “el centro de los borrachos”. “Mi hijo tiene 17 años. Mi hija 16. Uno tiene siete años, otro cinco y el más pequeño siete meses. Espero educarles con la venta de este arapi, para que cuando crezcan, me mantengan”, dice en plena oscuridad de la noche.
“Si vas a la cárcel ves cosas mucho peores que vender bebida, como el asesinato. Es el menor de los vicios. Pero debe ser controlado, ser ilegal, de otro modo la gente bebería hasta morir”.

Crónica aparecida en la agencia surafricana iafrica.com,
el 29 de julio de 2008.

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