Cataluña desde el Congo, por Ushindi

17/10/2017 | Bitácora africana

No es lo mismo ver el mundo desde el centro que desde las periferias, y las cosas se ven distintas desde el estrecho de Magallanes que desde las más conocidas capitales del mundo. Es una idea del Papa Francisco que me gusta muchísimo. Y hoy vuelvo a ella para compartir algo con todos vosotros.

Soy una misionera mallorquina y desde 2009 vivo en Kanzenze, un poblado de la provincia de Lualaba, al sur de la República Democrática del Congo. Algunos de mis hermanos han nacido en Barcelona, y mi padre tuvo su primer trabajo en Cataluña. Parte de mi familia vive hoy allí. La primera vez que fui a Barcelona, mis padres me enseñaron con especial ilusión la que fue su casa. Ellos nos hablaban de la gente que allí habían conocido como gente amable, acogedora y muy cordial. He vivido dos años y medio en Sant Cugat del Vallés, en donde empecé mi formación en vida religiosa. En varias ocasiones, he pasado varios días e incluso un mes entero en “La Cova” de Manresa, en la que San Ignacio de Loyola dio los primeros pasos de su andadura espiritual. El Instituto Uzima, en el que trabajo ahora y que permite que casi 500 chicos y chicas puedan estudiar en nuestro poblado, ha sido financiado, a través de Manos Unidas, por un señor catalán.

Junto a ello, en mi historia familiar hay un poco de España, Italia, de Francia, de Irlanda, del Centro de Europa… y seguramente de muchos sitios más. Mis padres siempre tuvieron interés en que aprendiéramos idiomas y eso nos resultó más fácil porque estudiábamos mallorquín (o catalán, ¡no voy a entrar en otro debate!) y castellano. Quise aprenderlo bien y me examiné del Nivel C que aprobé con buena nota. Conocer dos idiomas desde mi infancia me ha facilitado aprender después inglés, francés, alemán, italiano, suajili, algo de chino… y ahora estoy estudiando arameo. Estoy convencida de que la lengua más difícil de aprender es la segunda, porque es cuando la mente hace clic y empieza a comprender que las cosas se pueden expresar de mil modos y maneras, que cada lengua configura una visión del mundo y que la manera de ver el mundo afecta al corazón de cada lengua. En los veranos, íbamos al extranjero a aprender idiomas y, con ello, se nos iba abriendo todo un universo. Uno de mis hermanos vivió en una familia de hindúes en Estados Unidos, otro en una familia de lefevrianos en Francia… yo viví una vez con una familia tradicional irlandesa que enviaba a sus hijos a estudiar gaélico y otra con una señora muy mayor descendiente de los que en 1916 y en 1921 lideraron la independencia de Irlanda. La primera vez que aquella familia de hindúes vino a visitarnos a Mallorca, se quitaron los zapatos para entrar en casa. Y yo, en aquellos pies descalzos, comprendí la belleza de la diversidad en la unidad, y de la comunión en la diferencia. No puedo dejar de contaros que recibí la noticia del atentado en Las Ramblas de Barcelona cuando, precisamente, estaba trabajando, a través del ordenador, en un proyecto precioso con un amigo musulmán, que consiste en un acercamiento a los Evangelios desde el arameo, una de las más antiguas lenguas semíticas.

Hoy escuchaba – me han mandado el audio por Whatsapp, la entrevista de radio que le ha hecho esta mañana Cristina López Schlichting a un amigo de la familia, Tomy Feliu. Recientemente, ha publicado un conmovedor texto en el que explica los motivos que le han llevado a la decisión de dejar Cataluña. Alguien que ha vivido 15 años allí, que ama esa tierra y a sus gentes y que, incluso, tiene un hijo catalán. La entrevista ha sido serena, aunque rezumaba el dolor de la división. Algo que me ha impactado particularmente es que Tomy decía que necesitamos vista de halcón, para ver las cosas más desde lo alto, con una perspectiva más de conjunto, con otro horizonte. Algo así como cuando en 1990 Carl Sagan habló sobre la Tierra desde la perspectiva de una foto tomada a 6.000 millones de kilómetros, o como lo que explica Christophe Galfard en un maravilloso libro titulado El universo en tu mano. Un viaje extraordinario a los límites del tiempo y del espacio.

Y por eso me he decidido a escribir desde el Congo. Para sacar mi bandera blanca y expresar que es posible integrar la diversidad sin dejar de ser una familia, como expresaba recientemente en la Eurocámara el ex-primer ministro belga (1999-2008) Guy Verhofstadt. Para decir con Pedro Casaldáliga, Premio Internacional de Cataluña, que lo que está sucediendo no es un proceso natural y que preferiría que las cosas fueran de otra manera porque así no tienen sentido. Es aquello que expresa Ken Wilber en su libro Breve historia de todas las cosas y que consiste en el hecho de que, cuanto más avanzamos hacia estadios superiores de vida y de conciencia, más capaces somos de integrar, de aunar, sin dejarnos llevar por divisiones tribalistas, por guettos, racismos, odios, extremismos ni radicalismos (del color que sean).

El debate sobre la independencia de Cataluña y los acontecimientos que han rodeado el 1-O, los he vivido desde la brutal realidad que viven en la República Democrática del Congo millones de mineros artesanales, un proyecto en el que he estado trabajando estas últimas semanas (y con una perspectiva más amplia, desde 2016). He seguido con extraordinario interés, en la medida en que las comunicaciones me lo han permitido, las noticias que llegaban sobre este difícil momento que atraviesa España. A la vez, yo me estaba impregnando de esa realidad de seres humanos como tú y como yo que no tienen acceso a la luz, al agua, que descienden desnudos a 70 (y más) metros bajo tierra y en donde llegan a pasar a veces varios días para conseguir cobre, cobalto, casiterita (uno de los tres así llamados “minerales de sangre”), oro… trabajo por el que cobran unos sueldos de miseria mientras otros se vuelven millonarios. He visto a niños de 6 y 7 años trabajar en las minas, a las mujeres lavar minerales de 7 de la mañana a 6 de la tarde, bajo un sol abrasador, y en contacto con el uranio sin protección alguna, en aguas sucias e infectadas. He visto la cadena de una miseria que se prolonga porque millones de personas hoy no pueden acceder a la educación ni a la salud.

No es sólo eso. Vivo en un país que lleva 57 años desde su independencia – el 30 de junio de 1960 y precisamente en una provincia que, tres días después de esa fecha, ya comenzó una revuelta por la secesión. Vivo en medio de un pueblo que lleva consigo un cuerpo dolor inmenso, fruto de la esclavitud, de la humillación, del sometimiento. Vivo en un lugar en el que hace 27 años hubo un conflicto entre provincias (Kasai y Katanga) que condujo a la expulsión y exterminio de miles de personas. Vivo en un país que cuenta con más de 3 millones de desplazados; y unos 1.800.000 desde agosto de 2016 hasta ahora, que ha llenado las calles de muchas ciudades de niños sin hogar. Y os digo que son heridas profundas, muy profundas. Admiro profundamente a la gente de este país que me acoge, personas resilientes y acogedoras, pero no por ello dejo de experimentar lo que supone en el día a día, convivir con gente que ha tocado el fondo de un sufrimiento así. Vivo en un país en el que te pueden encarcelar o matar por pensar diferente, en el que te controlan lo que publicas y en el que ser libre se paga muy caro. Y a esto se llega siempre que no nos respetamos, a esto podemos llegar nosotros también si seguimos agrediéndonos unos a otros.

Hace dos semanas, quemaron a un hombre en nuestro poblado. Durante muchos meses hemos pasado largas temporadas sin luz, debido al robo de cable del tendido eléctrico. La población se iba rebelando más y más y una noche, cogieron a uno de los ladrones. Primero le sacaron los ojos, a unos 6 km del poblado. Y luego, muy cerca de nuestra casa, enfrente de la Maternidad del Hospital (por la parte exterior) lo envolvieron con neumáticos de coche, lo rociaron de gasolina, lo tiraron en una cuneta y le prendieron fuego. En la oscuridad de la noche, la gente se agolpaba y animaba ese terrible acto. Al día siguiente, disputas entre un poblado y otro. Ahora se han calmado las cosas, pero ha quedado una herida profunda. Ese suceso me ha hecho pensar mucho sobre el hecho de que hay algo que es común a cosas que pueden parecer muy diferentes. Porque la raíz de la violencia empieza en el propio corazón. Hay veces en que una se pregunta, como la educadora social en Ripoll a raíz de los atentados: ¿Cómo puede ser? No hay otro camino que el diálogo, el respeto, ese envainar la espada que le dice Jesús a Pedro en el Huerto de Getsemaní y que tanto fascinó al estudioso René Girard cuando profundizaba en la violencia en la Literatura. Para eso hace falta todo el valor y la dignidad de lo que somos: seres humanos. Mucho más que para insultarse mutuamente, despreciarse y asfixiar el ambiente.

Creo que es posible integrar las diferencias de lenguas, de maneras de pensar y de ver el mundo, de costumbres, de tradiciones. Pero, en cualquier caso, no generemos más dolor en este mundo. No fabriquemos problemas que no existían, ni levantemos muros en lugar de construir puentes. Como decía Tomy, la vida es demasiado breve para pasarla discutiendo por un pedazo de tierra o para estropearla con identidades excluyentes. No somos unionistas o separatistas, no somos blancos o negros, no somos “… o…” sino seres humanos.

Yo creo que, en el fondo, lo que tiene las raíces más hondas en nosotros es la vida. Para estos días, os recomiendo dos libros: uno, de López Lomong titulado Correr para vivir. De los campos de exterminio de Sudán a las Olimpiadas. Y otro de Stefan Zweig titulado Los ojos del hermano eterno. A lo mejor, si aprendemos a acogernos y a escucharnos, a estar atentos incluso al latir del dolor que se esconde detrás de la violencia, si nos disponemos a ver en todo ser humano a nuestro hermano, podremos ver el despuntar no sólo de la resolución de esta crisis, sino de un futuro más bello, más humano y mejor para todos.

Original en : Ushindi

Autor

  • Ushindi (Victoria)

    Djambo yenu! Me llamo Victoria (“ushindi” es mi nombre en suahili.) Soy misionera de la Congregación Pureza de María. Desde 2009 vivo en Kanzenze, un poblado situado en la provincia de Katanga, al sur de la República Democrática del Congo. Allí, nos ocupamos de un Hospital General de Referencia, una Escuela Primaria de niñas llamada Mikuba, (“cobre”) una escuela secundaria mixta llamada Uzima (“vida”), un internado de chicas llamado Mère Alberta (es el nombre de nuestra fundadora) y uno de chicos, que también se llama Uzima. Yo me ocupo de la dirección de la escuela secundaria, de dar clase, de la gestión de proyectos de cooperación y… ¡un “mix” de todo!

    Entre mis aficiones destacan la lectura, la escritura, el dibujo y la pintura, la apicultura, la agricultura…

    Africa is my place in the world!

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