Bunny chow., por Rafael Muñoz Abad

4/05/2017 | Bitácora africana

El día después del colapso de aquel engendro del diablo llamado Apartheid, la Golden mile de Durban, una playa kilométrica de arena rubia reservada para exclusivo uso White, se convertía en un cementerio y los cuerpos de negros ahogados se apilaban como tiras de biltong al sol. El baño de la libertad en la playa fetiche de los rubios se tornó en una tragedia. Los curiosos de la amanecida que alimentaban la resaca de la noche con unas bolsas de papel marrón en las que se hundían dedos pringosos y cucharas de plástico, comían y veían el grotesco espectáculo digno de haber sido sacado de un mural de El Bosco.

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Empapado, vestido en harapos y con unas tekkies donadas que alguna vez fueron negras, esperaba Tobbias, cual gato callejero en ojos inundados, la salida del marmitón indio que sacaba los restos que [ni] los camareros coloureds se llevaban a casa. El látigo de la cola del monzón lamia en humedad Kwa-Zulu Natal y Durban se ahogaba en una lluvia torrencial que tornaba Grey Street en un pequeño Ganges. Explicar por qué en Durban viven un millón de hindúes y es el mayor Indian quarter fuera del subcontinente indio no viene al caso pero piensen en la construcción del ferrocarril y el elegante y discreto látigo británico a la hora de [re]escribir la historia.

Wari agarró una libra de pan rectangular ya dura, la vació con una cuchara y la llenó de puré de curry color teja en el que entre patatas y jirones de cebolla roja flotaba algún valioso tropezón de pollo para de inmediato envolverla en papel de periódico. Agradecido en la decencia de su miseria, Tobbias la resguardo bajo su camisa y quiso dar sus escasos cincuenta céntimos de rand al pinche que le había dado de comer pero este rehusó las monedas y en un inglés de cachetes y batiendo sus manos, le dijo que se alejara de la trasera del restaurante…la raspa de su famélica espalda pronto desapareció tras una cortina de lluvia que no daba tregua.

Ni Wari ni Tobbias eran ciudadanos de pleno en la vieja Sudáfrica blanca. El primero era un coolie; diminutivo despectivo con el que los afrikaners señalaban a los indios de modales british y el segundo un kaffir; termino terriblemente humillante para los negros. Cuarenta millones de almas presas en su propio país que a la caída del sol debían estar en su chabola numerada y necesitaban de un pase para estar en las zonas blancas…Sudáfrica, la bonita dermis del demonio. Pese a que la vida de Wari era notablemente más fácil que la de Tobbias, ambos eran ciudadanos de segunda para la tribu blanca.

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Aquellos curiosos que miraban como el servicio de playas de Durban sacaba los cuerpos ahogados del agua comían Bunny chow comprado en algún puesto callejero. Un pan de molde vacío que se rellena de carne picada y especias. El origen del Bunny es discutible en lo anecdótico pero siempre hay que buscarlo en la miseria humana y social del Apartheid cuando los negros no podían entrar a los locales blancos y se les servía por la puerta trasera. Los tapper no abundaban en los años cuarenta y el pan hacía de envase comestible. A pesar de que se trata de uno de los platos más característicos de la deliciosa cocina de Africa del Sur, se le relaciona con la típica comida consistente para llenar la tripa en épocas de escasez a precios de crisis y, de eso se sabe mucho en estos dos países que a la par me rasgan el corazón; algo así como el puchero español. ¿Y por qué Bunny?…bueno, no piensen en un pobre conejo. Bunny es la adaptación sudafricana del término hindú Bhania, casta de comerciantes. Piensen que Sudáfrica a causa de la inmigración es un crisol cultural y eso se refleja en una gastronomía sin parangón. De cualquier manera, hoy se trata de un plato típico que igualmente se vende en los fast foods callejeros, en cualquier Indian bistro de Durban y a las afueras del cricket o el rugby…algo así como volver fashion una ropa vieja… (En breve haré Bunny…)

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CENTRO DE ESTUDIOS AFRICANOS E LA ULL

Autor

  • Muñoz Abad, Rafael

    Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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