Aquí no hay Faraones : Memorias de un egipcio en tierras aztecas (V)

18/07/2011 | Cuentos y relatos africanos

Yo siempre fui como una hoja al viento, acostumbrado a estar en todos lados; un tanto por mi felinesca actitud y otro tanto por mi trabajo, donde hubiera trabajo yo me adaptaba. Pero ya con una esposa eso tenía que cambiar; la verdad yo no quería que ella batallará – o la llevaba conmigo a todas partes o la dejaba encerrada en su casa – pensé “esto así no va a funcionar” íbamos a estar peor, tendríamos muchos conflictos y eso a la larga mata toda relación.

Fue muy difícil salir de Egipto y es que nos casamos el 16 de septiembre de 2001, 5 días después de que el mundo cambiara para siempre, 5 días después de la caída de aquellas imponentes Torres Gemelas. Obtener la Visa sin lugar a dudas me costaría más trabajo que el carnet del servicio militar. Recuerdo las palabras de un hombre qué se apellidaba Moreno Santos, él era un cónsul, firmemente me dijo “no, pues va a tener que divorciarse, porque yo nunca le voy a dar la visa”. Al escucharlo, sentí que me derrumbaba al igual que esas torres de firme acero. Le expliqué que estaba casado por la iglesia y por lo civil, que tenía derecho a irme con mi esposa a construir sueños, pero él simplemente indicó “usted no tiene derecho a nada”.

Con un terrible nudo en la garganta fui a ver a un amigo, el cual trabajaba en una de las mejores joyerías del lugar; estaba realmente triste, necesitaba platicar con alguien, tal vez buscando un poco de consuelo ante tal veredicto. Comencé a narrarle paso a paso aquella horrible situación, cuando de repente a la tienda entró una persona; un hombre de percha visible y, como si él fuera un amigo de toda la vida también lo hice participe de mi historia.

Y ¡oh, sorpresa! Aquel caballero de fastuosa percha y convertido en mi paño de lágrimas era nada más y nada menos que el Embajador de México en Egipto. Él amablemente me dio su tarjeta y me dijo que fuera a verlo a la embajada para buscar una solución. Y al día siguiente fui a verlo, fui a ver al Embajador, al Sr. Miguel Ángel Orozco. -Él no sólo tenía nombre de ángeles, para mí era uno-. Con una exquisita diplomacia me explicó que su trabajo consistía en hacer buenas relaciones entre los dos países, del tipo comercial, cultural y en esta ocasión en relaciones del amor (sonrió). Llamó al Cónsul pero éste se negaba a darme la visa. El embajador como buen diplomático y en una sincera empatía hacia mi, me dijo “ahora está difícil que te den la visa porque las fronteras de Estados Unidos y México están cerradas y, el cónsul cree que eres terrorista, pero te prometo que tu regalo de navidad va a ser la Visa”.
Nunca olvidaré al Sr. Orozco, que Dios siempre lo bendiga.

Ese mismo día le hablé a Gaby (que ya estaba de regreso en México) para darle la buena noticia, no cabíamos de la emoción, pronto estaríamos juntos. Y como lo habían prometido, fui por la visa y en una semana compré mi boleto para México. Mi vuelo fue El Cairo- Barcelona-Madrid-México- Chihuahua.

Cuando llegué a la Ciudad de México sentí que nunca había salido de Egipto, que el avión en el cual salí del Cairo sólo me había llevado de paseo y, es que los rasgos de la gente de aquí y allá son muy similares, no es broma, los mexicanos y los árabes se parecen mucho. Cuando bajé del avión, Gaby, mi suegra y toda la familia me recibieron con gran cariño

Obviamente los trabajadores del aeropuerto comenzaron a preguntarme de dónde venía, qué traía en la maleta, cuál era el objetivo de mi viaje y, no los culpo, en todo el mundo había un sentimiento de desconfianza hacia los árabes; aún estaba muy fresca la escena en donde dos aviones se estrellaban contra las torres. Entonces para no tener problemas dije “miren yo vengo de Egipto” y comencé a regalar las cosas a los que estaban ahí. Pero desde que llegué a la Ciudad de los Palacios tuve un buen trato por parte de los mexicanos, confirmé lo que se dice –los mexicanos son muy cálidos-.

Y de ese ultra transitado aeropuerto, nos dispusimos a viajar a la tierra de mi esposa, nos fuimos directos y ya sin escalas a la bella Chihuahua. Llegamos como a las 9 de la noche y no tuve ningún problema con migración y, no había razón, todo estaba en regla. Me instalé en mi nueva morada, platicamos para ponernos al corriente y esperamos a que la mañana nos diera la bienvenida hacia una nueva aventura.

Al día siguiente, un primo de Gaby se encargó de enseñarme la ciudad. Por primera vez sentí lo que lo que vivían aquellas personas que visitaban El Cairo, deje de ser el guía para convertirme en el guiado. Siendo honesto no me sorprendí mucho cuando llegué, como allá trabajaba con turistas, entre esos tantos de vez en vez había gente de Chihuahua, me contaban como era la ciudad y, más o menos, ya me la imaginaba; sentí como si siguiera en Egipto pero con la única diferencia de que aquí no hay tanto ruido, aquí es más tranquilo.

A cada paso que daba, a cada lugar que llegaba me empezaba a conquistar esta nueva ciudad, todo era perfecto, bueno casi todo; siendo honesto sólo había un pequeñito problema; el idioma. Me daba miedo hablar porque se podían burlar, porque yo me fije desde la primera vez que son un poco burlones. Pensé que sería más fácil, pues ya sabía algo de español cuando estaba en Egipto, pero no es lo mismo estudiarlo allá que hablarlo aquí (je) o hablaban muy rápido y no entendía nada, o usaban algún modismo y pues menos. Pero lo más importante era que mi esposa me entendía y yo a ella.

Estuve casi un mes sin trabajo; conociendo la ciudad, las costumbres, las reglas, las tradiciones, la comida. Todo absolutamente todo. Por supuesto que debía ampliar mi margen de allegados, de mi esposa y mi nueva familia pasé a tratar con la gente. Mi primer amigo, un gran chihuahuense, le debo el haberme enseñado el doble sentido, algunas majaderías. Hasta ahora seguimos siendo grandes amigos.

Después de ese mes como explorador, la ardua tarea de buscar trabajo se intensificó. Primero busqué en el INAH y me dijeron “aquí no hay nada de Egipto, no hay faraones en Chihuahua; pero danos tu teléfono y si alguna vez necesitamos una conferencia o una opinión sobre tus tenores, te llamamos”

Ese pequeño tropiezo no sería ni podía ser para mí una excusa para quedarme en casa, y viendo a mi alrededor recordé mis momentos como vendedor, esta vez no sería de joyas sino de artesanías Egipcias; no me gustaba mucho la idea de vender artesanías pero como dice el refrán “si del cielo te caen limones, pues aprende hacer limonadas”. Con las cosas que había traído de allá y la petición a mi familia de que me mandara más, comencé a buscar un local y, lo encontré en El Pasito. Al principio sólo vendía como unos 15 pesos (je), ni siquiera un cuarto del salario mínimo, pero no me desesperé, sabía que ese negocio saldría exitoso.

A los tres o cuatro meses de instalado, la vida nos regalo a Gaby y a mi una invaluable y preciosa alegría. Gaby estaba embarazada y, mi mente se imaginó todos los mejores escenarios para ese bebé. Yo quería una niña, la llamaría Mirit que significa “amada” o Rajma, pero Dios en esa misteriosa sabiduría me mando a un varoncito, me mando a Abraham. Quise que se llamara así en honor de una persona que me ayudó y devolvió la fe cuando era adolescente; Abraham era el obispo de Al Fayoum, él falleció en 1914 y créanme era un santo muy milagroso.

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