Aquí no hay Faraones : Memorias de un egipcio en tierras aztecas : Capítulo IV

12/07/2011 | Cuentos y relatos africanos

Al tercer día salí a buscar trabajo. Un buen amigo, que también era arqueólogo me dio un poquito de trabajo y ¡oh! Sorpresa, más bien ¡oh realidad! Confirme mis sospechas y lo que toda la gente sabía – la paga era pésima- no alcanzaba para nada de lo que quería. Pero no me quedaría de brazos cruzados y de repente me encontraba como vendedor de joyería –ese collar se le sienta muy bien-. Creo que lo dije como mil veces.

Yo era muy bueno vendiendo y vendiendo. Comencé en un pequeño bazar para luego pasarme a otro, pero ya como todo un gerente; ese bazar estaba en un barco, allí dure como un año. Ganaba muy bien y todo marchaba de maravilla, pero el brillo de esas joyas no me cegaron o desviaron mirada; recordaba los mil 95 días aprendiendo ruso, los tantos más de japonés y español. Un buen día, con los nervios de punta y datos dando vueltas y vueltas en mi mente, me dispuse a realizar el examen de guía de turistas y, gracias a Dios lo pasé. Repito, todo marchaba sobre ruedas.

Me mudé y tuve que hacer nuevos vecinos; me fui por el mar rojo, a Hurgada (lugar donde se concentran los rusos) allí viví un año. Después el destino me llevo a Sharm el Shiek, por el Sinaí; regresé nuevamente a Hurgada y finalice en Aswan. Yo parecía una hoja al viento, de aquí para allá. Estaba siendo muy feliz.

Ser guía de turistas fue realmente divertido, conocí a muchas personas, muchas formas de pensar y de creer en el mundo. Los viajeros llegaban a El Cairo, les mostraba la ciudad y de allí un recorrido por todo el ancho, largo y caluroso país, hasta que nuevamente los llevaba de regreso al aeropuerto. Cada tour a veces duraba una semana o tres días, todo dependía del número de turistas o de la época de año.

Cuando aquellos hombres, mujeres y niños se subían a sus aviones y volvían a casa, yo creo que no sólo se llevaban sus maletas y algún que otro recuerdo, sino que se llevaban a Egipto en sus mentes y corazones y es que algo mágico y místico tiene esta tierra. Recuerdo una vez que un hombre, un norteamericano regresó a Egipto con unas singulares compañías. Él de cuerpo casi inmóvil trajo desde su patria a una enfermera y un ataúd, venía preparado para morir, como queriendo que Anubis le diera la bienvenida en la necrópolis. Y así nada más, el barco en el que viajábamos lo llevo a La Duat.

Otro incidente muy siniestro y peculiar fue cuando ocurrió la matanza de Luxor. Yo trabajaba en un barco y veníamos de Aswan hacia Luxor, de pronto un muchacho de amargo semblante me dijo “han matado a mucha gente en el templo”; entonces ni salimos del barco, se cancelaron tours y el ambiente era horrible. La ciudad estaba triste, su gran dinamismo estaba a cero; fue un sentimiento peor que la guerra y el turismo cayó por muchos meses.

Y así era el trabajo como guía de turistas, con sorpresas y asombros, pero sobre todo de muchas satisfacciones. Una de esas grandes satisfacciones y dichas que la vida me permitió experimentar fue cuando conocí a Gaby, mi esposa.

Hace ocho años, llegó un grupo de turistas, un grupo más de viajeros dispuestos a maravillarse con las bondades de esta tierra. Pero entre ese grupo venía una mujer de hermosa y cálida mirada, venía Gabriela. Hice lo que hacia con toda la gente, mostrar pirámides, historias y lugares, pero con ella hice algo más, le entregué mi corazón.

El sentimiento fue mutuo. No sabría explicar como se dieron las cosas, en que momento nuestras almas se unieron. El idioma no fue obstáculo para decirnos lo que sentíamos; durante una semana nos comunicábamos en la lengua de Shakespeare, en una semana nos hicimos uno. El tour terminó y ella regresó a México, pero no se fue sola, yo la acompañaba en esencia. Durante un año estuvimos en contacto por teléfono, ¡bendito invento! El de Bell que nos permitió conocernos todavía más y mejor.

En esos 365 días de endulzarnos el oído, trabajé duro y retomé las lecciones de español; ya no quería decir –I love you- sino quería decirle en su lengua y con todo el peso que implica -te amo-. Al cumplirse un año desde que nos conocimos Gaby regresó con su mamá y algunos padrinos, ella se convirtió en cristiana ortodoxa. La boda pues obviamente fue a la egipcia. Fuimos a El Cairo a preparar todo lo necesario para el gran acontecimiento. En Egipto las bodas no son grandes, son muy intimas; no hay tanto gorrón, a la misa sólo invitas a la familia y a los amigos.

Dicen que no hay novia fea y, en verdad comprobé ese dicho; Gaby se veía hermosa en ese vestido blanco, yo no lucía del todo mal, me engalane con un elegante traje gris. No hubo luna de miel porque tuvimos que hacer muchos trámites, y es que la burocracia allí o acullá siempre es muy molesta. Pero eso si desde las 8 de la mañana y hasta las 8 de la noche salíamos a comer, a pasear, a bailar. Nos disfrutábamos minuto a minuto.

Ya unidos en matrimonio, el invento de Graham Bell ya no nos serviría para nada, sería un objeto fríamente innecesario. Así que decidí venirme a la tierra de los aztecas, me vine a México. Pude haberla pedido que se quedara, pero mi amor por ella me invitó a hacer precisos planes.

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