África sin estado

8/01/2007 | Opinión

Si hay un concepto o rasgo que define o sintetiza la historia del hombre sobre la tierra es el que exprese la idea de trashumancia o migración, es de los destacables por su transversalidad y persistencia. Cualesquiera sean los vestigios, huellas o textos primitivos que analicemos, acaban indicándonos que la especie humana ha emigrado, se ha trasladado de un lugar a otro, ha cambiado de hábitat, por necesidad o por curiosidad y, en todo caso, para mejorar su vida. Desde el lugar en que se ubique su aparición, el ser humano emprendió su caminata interminable hacia los cuatro puntos cardinales. La experiencia de la diversidad de espacios, paisajes, climas, flora y fauna así como la vivencia del fuego, la inundación, el terremoto, la sequía, el hambre o la epidemia, la abundancia o la escasez y la agresión de sus semejantes, ensancharon su mente, sus conocimientos y su ansia de saber. En esa aventura, se lanzó al mar, cruzó los ríos y pobló la tierra. Hoy, andamos a gatas por el espacio sideral y, tal vez, un día, lo que quede de humanidad se salve refugiándose en un planeta habitable. La migración, por tanto, ni es una novedad, ni la hemos descubierto con las pateras o cayucos. Para buscar las especias, apoderarnos del oro o la plata y extender nuestro poder, ocupamos América, convivimos con todos los colores o llamamos Eurasia a la región formada por los dos continentes vecinos sin solución geográfica de continuidad. Cierto que, en paralelo con ese imperativo peregrinaje, también aprendimos a asentarnos en espacios estables y permanentes, construyendo formas de vida que llamamos culturas o civilizaciones. No hay contradicción en esa ambivalencia de sedentarismo y nomadismo, sino la doble faz de una especie inteligente que se adapta a las situaciones que la realidad le impone. El hombre es el único animal que se instala y sobrevive en cualquier clima, latitud o circunstancia del globo terráqueo.

En tales antecedentes, se enmarca el fenómeno migratorio que vivimos en estos momentos y que, de hecho, hemos vivido desde siempre. Lo normal es que todo el que abandona su tierra pretende mejorar y nadie se cambia para empeorar. Canarias ha sido siempre emigrante: nuestros paisanos lo hicieron a Cuba, Argentina o Uruguay y, más tarde, a Venezuela. Desde la Península se emigró a dichos destinos y, luego, a Alemania. Hasta en la Patagonia, un canario regentaba un bar. No hay más razón para ese transterramiento histórico que la lucha por la vida en mejores condiciones: es la misma justificación para quienes desde todo el mundo y, sobre todo desde África, arriban a las costas europeas, españolas y canarias. Es lógico que la avalancha y el desorden con que llegan causen problemas de atención, adaptación y convivencia. Su plena integración en nuestras sociedades no es fácil y conlleva marginación y discriminación por largo tiempo. Se trata de un problema de difícil solución, imposible de controlar y prácticamente inevitable. La configuración geográfica en siete islas, ubicadas en África, impide el blindaje de nuestras costas. No hay forma “humana” de afrontar un problema semejante, en términos de respeto al supremo principio ético y político de garantizar los derechos humanos a toda persona en todo tiempo, lugar y circunstancia. Es muy importante actuar con serenidad, no dramatizar excesivamente ni adoptar posturas radicales que deriven en xenofobia y enfrentamiento social. A las autoridades corresponde una gestión ponderada y ecuánime, siendo eficaces en los trámites y sin demagogia ni victimismo: en estos casos se requiere menos politiquería y mejor gestión.

Los problemas concretos de África son incontables: desde la superpoblación y el desmadrado crecimiento de la natalidad, la pobreza más extrema, la no actualización/homologación con las nuevas tecnologías, el poder y las luchas entre tribus, el endémico poder corrupto que impide cualquier progreso, los dictadores y su crueldad, junto a epidemias como el sida, sequías, la falta de estructuras sociales y, sobre todo ello, la carencia de Estado y sus estructuras, es decir, la ausencia de una base de organización para la sociedad, con normas que garanticen la convivencia, el comercio, la producción, el orden y la paz. La colonización europea se hizo mal y su huella dejó un reguero de desastre y odio. La descolonización fue aún peor. Si, en un principio, se pudo mantener un simulacro de Estado, las guerras tribales o civiles, las matanzas étnicas, como entre hutus y tutsis, la actual conflagración en el Congo, consolidan la perspectiva pesimista sobre un cambio a medio plazo. Habría que reconstruir toda África con gran ayuda, control y vigilancia. En todo caso la solución tardaría en definirse e implantarse. Habría que, tras un acuerdo entre países, configurar un gran programa aplicable en un tiempo fijo, necesariamente largo. Habría que organizar la economía, dentro de la globalización en curso y, paralelamente, poner en marcha la organización política con todos los resortes, controles y garantías de la Democracia y el Estado de Derecho. Sólo así, encontraríamos una contraparte comprometida a cumplir los acuerdos, tratados y contratos. No hay otra solución y, mientras llega, convivir con lo inevitable.

La ausencia pasiva de una Europa en crisis de mediocridad, agrava la aplicación de soluciones posibles y demora la salida del túnel. Ante tal cuadro clínico, sólo cabe la serenidad y la eficacia conjunta del Estado español, el Gobierno Canario y el resto de autoridades para rematar con inteligencia y mesura (…) La inmigración supone un envite de órdago. Lo más grave es que África carece de Estados con los que acordar seriamente. Entre todos, sin dejarnos manipular, podemos resolverlo. Somos capaces. Debemos hacerlo.

Antonio Castellano

Antonio Castellano, abogado ex dirigente del PSOE y ex parlamentario de Izquierda Unida

Las Palmas
Publicado en LA PROVINCIA en 2006

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